por Elina Montes
A partir del siglo XVII, y con el surgimiento de la novela, se difunden relatos con nuevos protagonistas y con temáticas que se alejan definitivamente de las narraciones épicas que entretenían y representaban a la sociedad cortesana. La novela es un género que se relaciona profundamente con la ciudad, el viaje y el comercio, sus aventuras y sus ritmos siempre cambiantes. Como tan acertadamente lo expresa Eagleton, la novela moderna es “ante todo, mundana. Retrata un mundo profano, empírico, y no un mundo mítico o metafísico”[1]. Entre las obras que ocupan un lugar de privilegio en la literatura de la modernidad, me gustaría detenerme brevemente en dos momentos que llegan hasta nosotros en su tensión antitética, el uno resolviendo con audacia y determinación lo que para el otro resultará en una derrota insalvable y dolorosa. Ambos se constituyen en la expresión significativa de lo que el Occidente europeo modeló como la representación del cuerpo de sus sujetos, lo que, a la vez que proclama una identidad compleja y compacta, delinea los límites de la aceptación del cuerpo del otro. El primer instante al que deseo referirme se relaciona con el primer encuentro entre Robinson y Viernes; el segundo es aquél en el que Gulliver se pierde definitivamente a sí mismo entre los houyhsnhnms. Los episodios son por demás conocidos, el que narra Defoe integra una obra que se considera como una de las piezas fundante de la novelística europea, publicada en 1719 Robinson Crusoe logra materializar las expectativas depositadas en las posibilidades de realización de la pequeña burguesía inglesa. Robinson no sólo se revela un individuo de temple, sino que es capaz de sostener y reproducir una serie de valores (morales y económicos) que definen el norte ideológico de la sociedad de la que proviene. Por otra parte, sólo pocos años después de la aparición de la novela de Defoe, en 1726, se publica Gulliver’s Travels de Jonathan Swift y el episodio al que hacíamos mención al comienzo cierra la serie de viajes maravillosos del protagonista y nos devuelve una mirada ciertamente poco esperanzada sobre ese mismo individuo que en Defoe se presentara como el modelo optimista del viajero y pionero colonial. Si bien el tema encierra una complejidad que no pretendo abarcar en estas líneas, quisiera, sin embargo, referirme a uno de los aspectos presentes en ambos episodios y que atañe a los individuos en relación con los alimentos, al cuerpo como receptáculo y sistema de procesamiento que, en tanto tal es resultado de una serie de prácticas consensuadas por una comunidad.
En El proceso de la civilización, Norbert Elias[2] describe de manera detallada la evolución en la que se conforma el sujeto de la modernidad en Europa, a través de una serie de modificaciones en las prácticas culturales que se expresan más drásticamente a partir de mediados del siglo XVI y hasta todo el siglo XVII. El historiador alemán ubica en la obrita de Erasmo de 1530, De civilitate morum puerilium[3], el punto de inflexión que dará origen a una serie de tratados de educación de las costumbres que se piensan para un público cada vez más extendido. Es significativo el hecho de que Erasmo escribiera para ese lector privilegiado que era el joven príncipe Enrique de Borgoña; este hecho podría hacernos pensar, en un primer momento, que la obra de Erasmo no difiere de los muchos escritos humanistas que se consagran a la educación de los jóvenes de la nueva aristocrática, sin embargo Elias resalta la particular oportunidad del texto erasmiano. El mismo estaría produciéndose en un momento de hondo cambio en los valores cortesanos que reclama, por ende, la necesidad de promover a mayor escala la circulación de normas prácticas de “urbanidad”[4]. Enrique de Borgoña se convierte, entonces, en el exemplum distinguido que sabe actuar cabalmente los consejos del maestro. A ese niño que resultará educado, discreto y hábil en el manejo de las situaciones deberán emular los cientos de niños, que unos treinta años más tarde de su publicación, leerían la obra como manual de higiene y compostura en los colegios. De la corte al aula, los modales marcarán cada vez más una estricta línea divisoria entre lo “apropiado” y lo “inapropiado”, relacionándose lo segundo más y más con un obrar poco honesto o de persona desclasada o ajena a una comunidad que se irá cohesionando e identificando en torno a un sistema calibrado de reglas de comportamiento[5].
Abriendo un breve paréntesis, quisiera señalar que podría considerarse inclusive no sólo un cambio en las sensibilidades sino también una variación en el énfasis entre ciertos preceptos erasmianos de 1530 y los que se indicaban, por ejemplo, en un escrito del siglo XIII de intención similar. Me refiero aquí a las normas conocidas como “Cinquanta cortesie da tavola” (cincuenta formas corteses en la mesa), reunidas en latín por el fraile Bonvesin de la Riva y difundido en la corte viscontea de la Baja Edad Media italiana[6]. En este último, se sugieren modales que acentúan la mejor interacción grupal y ponen de relieve el aspecto comunitario, donde el convite es tanto acontecimiento social como instancia de placer compartido; así los implementos no deben molestar al vecino, hay que prestar atención a que las damas sean servidas primero, etc. Notoriamente, las reglas de Erasmo realzan que el yo es el centro gravitacional de las miradas y, por lo tanto, necesita ser controlado en toda su gestualidad. En de la Riva, la octava cortesía reza:
“non riempire troppo la bocca e non mangiare troppo in fretta; l’ingordo che mangia in fretta, che mangia riempiendo la bocca, se venisse interpellato, faticherebbe a rispondere”[7]
Como vemos, el texto medieval sugiere la moderación, y no sólo porque esta es deseable, sino porque le permite al comensal intervenir de inmediato en la conversación, si esto fuese requerido. La norma, en Erasmo, se vuelve un elemento de control de los impulsos, válida en sí misma y que no requiere un justificativo ulterior:
“Algunos, apenas se han bien sentado, luego echan las manos a los manjares; esto es propio de lobos o de ésos que, como dice el proverbio, devoran de las trébedes las carnes aún no sacrificadas”[8]
Creo entender que éstos serían ejemplos menores que, sin embargo, pueden abonar aún más la tesis del historiador francés Robert Muchembled cuando afirma que el cuerpo medieval se entendía todavía como un organismo puesto al servicio de las fuerzas naturales (sus apetitos, sus deseos, sus necesidades), que la modernidad sujeta y domina mediante unos mandatos que trazan “une frontière nouvelle au nom d’un savoir-vivre opposé à la conception magique du corps humain”[9].
El mayor énfasis puesto en lo que Elias llama las “técnicas del comer” advierte en la obra erasmiana que se está operando una importante modificación en torno a los hábitos en la mesa, que –por contraste- reviste de tosquedad y vulgaridad los modos en que se había desenvuelto la sociedad cortesano-caballeresca. En ese sentido podríamos considerar el carácter epigonal –por ejemplo- de los episodios centrales de Sir Gawain and the Green Knight, un romance inglés del último tercio del siglo XIV, en los que se describen la caza, muerte y sangriento carneo de los venados que luego se servirán en el banquete. El crudo realismo con el que se describen la sangre y las vísceras de los animales contrasta con la sofisticación del código amatorio del que son portadores esos mismos caballeros que compartirán las presas rostizadas. Los artificios del cortejo no excluyen la brutalidad de la cacería:
Then they slit open the slot, seized the first stomach,
Scraped it with a keen knife and tied up the tripes,
Next they backed off all the legs, the hide was stripped,
The belly broken open and the bowles removed
Carefully…[…]
On one of the finest fells they fed their rounds,
And let them have the lights, the liver and the tripes,
With bread well imbrued with blood mixed with them …[10]
Por otra parte, no es posible pensar una historia de las modalidades de sujeción del cuerpo que excluya la superabundancia de ingesta de los gigantes rabelaisianos y la relación que el autor francés traza entre la satisfacción de los apetitos y la felicidad social. Más allá de lo profusamente analizado por Bajtin[11] que, al considerar la incidencia de la cultura popular en la obra, señala que es “difícil trazar una frontera precisa entre [las imágenes del banquete y el cuerpo del grotesco], a tal punto están orgánica y esencialmente vinculadas”[12], es mi deseo volver a lo anotado por Auerbach en su ensayo “El mundo en la boca de Pantagruel”[13]. Auerbach, en efecto, prefiere subrayar la vecindad de la obra de Rabelais con otras que, en el período, abordaron de muy diferente manera, la imaginación utópica. En este sentido, varios momentos de la novela admiten ser pensados como una propuesta alternativa y jocosa al proyecto educativo erasmiano. Opción que permite pensar que los diferentes universos rabelaisianos expresan abiertamente la energía vital de una coexistencia eutópica, en la que el “no deber hacer” del precepto educativo formal se trastoca en el perturbador “fais ce que voudras” de Thélème[14], enunciado, este último que no puede prescindir del capítulo analizado por Auerbach en el que se relata la existencia feliz de una comunidad albergada en la boca del gigante. Posibilidad ésta última que surge de una voracidad que se vincula con lo poiético y con la necesidad de expresar un culto a lo orgánico que –entre otras cosas- no postula jerarquías entre perfumes y hedores, entre lo que puede ser visible y lo que debe ocultarse, entre lo vivo y lo muerto, entre el alimento y lo excremencial, que la modernidad convertirá en polaridades excluyentes.
La obra de Rabelais, revela la crisis del mundo medieval y de las prácticas que lo cohesionaban, que Muchembled llama “production de cérémonies (…) destinées à renforcer le lien sexuel ou social”[15] y que los nuevos códigos harán desaparecer, reemplazando la pulsión hacia el exterior de los rituales colectivos con una introspección regulada y vigilada. Una comedia de Shakespeare como As you like it, en la que están presentes los mismos tópicos del romance medieval, revela ya las reservas de Jaques, el personaje melancólico, que lamenta la pena del animal herido:
Under an oak whose antique root peeps out
Upon the brook that brawls along this wood.
To the which place a poor sequestered stag
That from the hunter’s aim had ta’en a hurt,
Did come to languish; and indeed, my lord,
The wretched animal heaved forth such groans
That their discharge did stretch his leathern coat
Almost to bursting, ant the big round tears
Coursed one another down his innocent noce
In piteous chase; and thus the hairy fool
Much markèd of the melancholy Jaques,
Stood on th’extremes verge of the swift brook,
Augmenting it with tears.[16]
Entre el romance medieval y los versos shakespearianos asistimos a una suerte de reacomodamientos de los sentidos y los sentimientos, en los que el acento sobre el dolor del venado viene a correr nuevamente la frontera cultural que define al animal humano y a sus prácticas sociales. En ambas obras el contexto inmediato es la mesa tendida para el banquete, en el escrito medieval matanza y carneo son parte del ritual del convite, tan obligado como el acecho amoroso a la satisfacción sensual. En la escena isabelina, el goce de los comensales puede (y debe) prescindir de los rigores del sacrificio animal: hay un mayor refinamiento que obtura la visibilidad de la violencia, a la vez que emerge una consideración inédita, que es la equiparación entre el sufrimiento del animal y el del ser humano[17]. Resulta de particular interés, al respecto, el estudio de Jean-Louis Flandrin[18] que traza un recorrido a través del refinamiento en la presentación de los alimentos que estaría operando un reemplazo de la “cantidad ostentativa” por la calidad. El autor, apunta, asimismo, que para el comensal medieval el “efecto visual es tan importante como el sabor, o más”, y el léxico de los sabores incluye muy pocos términos (entre los cuales sobresalen “bueno”, “mejor”, “agradable”); a partir del siglo XVI este vocabulario va a expandirse notablemente, incluyendo –por ejemplo- palabras como “delicadeza”, “exquisitez”, “refinamiento”, “excelencia”, lo que da cuenta de una preocupación del orden de lo estético estrechamente vinculado con las “técnicas del comer”.
Por otra parte, hay otro término que comienza a circular con particular insistencia en el siglo XVI, haciéndose eco de las inquietudes de conquistadores y colonos acerca de la nueva realidad americana, me refiero a “caníbal”. Por supuesto, los antropófagos ya habían poblado los relatos medievales sobre tierras desconocidas, junto con seres imaginarios de formas híbridas y monstruosas. Pero para el siglo XVI el debate se instala ante el encuentro concreto de prácticas sociales diferentes. El caníbal, por supuesto, desborda la categorización levystraussiana crudo/salvaje vs. cocido/cultural por admitir la posibilidad de juicio acerca de los límites de lo humano y –a partir de las conclusiones que esto lleve- de las intervenciones que “regulen” las prácticas consideradas abyectas o aniquilen a quienes las ejerzan.
Hay dos textos ya canónicos e íntimamente vinculados entre sí que representan lo que caníbal pasa a significar para la sociedad occidental moderna, definitivamente un peligro más cercano del que relataban los libros de viajes fantásticos y que pone a prueba los múltiples rasgos que se conjugan –en una etapa de expansión territorial- para otorgarle a lo europeo una identidad cultural que se traduce, en la práctica colonial, en un conjunto de valores legitimantes que deben prevalecer e imponerse. El primero de los escritos a los que aludí es el ensayo “De los caníbales” de Montaigne, el segundo la obra The Tempest de Shakespeare, para el cual los efectos de lectura del filósofo francés se traducen en esa condensación semántica que es la figura de Cáliban. Montaigne reviste la antropofagia de un ritualismo sagrado que atañe al cuerpo del prisionero; los caníbales, dice “asan y comen todos de él, enviando algunos trozos a los amigos que están ausentes. Esto no es –añade- como podría creerse, para alimentarse, tal como hacían antaño los escitas; sino como símbolo de extrema venganza”[19]; Es un código de guerreros entre guerreros, la prerrogativa del vencedor. La anécdota sirve a Montaigne para trazar un paralelo entre lo que el europeo considera barbarie y las atrocidades que él mismo comete en pos de la conquista[20]. Al Cáliban shakespeariano no se le teme en tanto como cazador de carne humana, este podría ser un estadio anterior, que sin embargo subyace a la representación que de él se hace; es más bien un ser aborrecido por su aspecto exterior, al que –sin embargo- se juzga útil para la realización de las tareas más ímprobas, siempre que mantenga una adecuada distancia y pueda adquirir algunas herramientas lingüísticas que posibiliten la comunicación. Cáliban es, básicamente, el indígena expropiado y sometido (“Thou poisonous slave, got by the devil himself”[21]), al que se teme por su poder de reacción (la recuperación del territorio, la profanación de la mujer blanca) y al que Próspero reconoce –finalmente- como parte integrante de sí (pura materia exenta de espiritualidad, los bajos instintos, todo lo que se opone al arte –o la cultura-, thing of darkness).
Cáliban es el antecedente necesario en el imaginario al que apela Defoe en su Robinson Crusoe. Viernes tiene, sin embargo, algunas características a su favor: “tenía su semblante la suavidad y dulzura del hombre europeo”[22], es decir “no ese tostado feo, amarillo y repugnante de los indígenas” y de inmediato da “señales imaginables de sumisión, servidumbre y obediencia”. Robinson le enseña en primera instancia la palabra “amo” y acto seguido, ante la insinuación de Viernes de comerse a los enemigos muertos, le hace ver “el asco que aquello me causaba, simulando que vomitaba con sólo pensarlo”. Sólo después vestirá su desnudez y lo educará en las “cosas útiles” para “hacer de él un hombre de provecho, diestro y servicial”. Y esto último es algo que aprende Gulliver a lo largo de sus viajes, es decir, alcanza a ser puesto en diferentes situaciones de humillación y servidumbre, hasta aprender a verse a sí mismo como el aborrecible engendro de Shakespeare, un inmundo yahoo, con un “inelegante apetito por devorar cuanto se le pone delante, fueran yerbas, raíces, bayas, despojos de animales ya corrompidos, o todo ello junto y mezclado”.
Los alimentos, su significación ritual y social, sus modalidades de consumo se vuelven una metáfora visible de ese recorrido que Muchembled, tan acertadamente, llama “des corps violents aux corps soumis”, ya que ellos también se vinculan con la noción de falta y de diferencia que admiten la intervención.
[1] Eagleton, T. La novela inglesa. Una introducción. Madrid: Akal, 2009.
[2] Elias, Norbert. El proceso de civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas. México: Fondo de Cultura Económica, 1979.
[3] Erasmo de Rotterdam. De la urbanidad en las maneras de los niños. Edición bilingüe en: http://www.ciao.es/De_la_urbanidad_en_las_maneras_de_los_ninos_Erasmo_de_Rotterdam__727901 (12-02-2011)
[4] Entrecomillo el término ya que el significado del mismo es particularmente importante en el análisis de Elias y a él volveremos más adelante.
[5] Resultan particularmente acertados los comentarios de Revel tanto al texto de Erasmo como a la interpretación de Elias. En efecto, en el ensayo “Formas de la privatización” señala por un lado la intención erasmiana -pionera para el género- de dirigir el volumen especialmente a un público infantil y, por el otro, a la circulación del libelo entre los ámbitos educativos, prioritariamente protestantes. Cf. Philippe Ariès y Georges Duby (comp.), Historia de la vida privada, Vol. 5, Madrid: Taurus, 1992.
[6] Bonvesin de la Riva era gramático y reconocido por sus obras literarias. Natural de Milán, estuvo bajo la protección de los Visconti y escribe De quinquaginta curialitatibus ad mensam a mediados del 1200, teniendo in mente informar y educar a los invitados de sus señores sobre las costumbres más refinadas que se esperaba supiesen observar durante los banquetes.
[7] “No llenes demasiado tu boca ni comas demasiado rápido; la persona voraz, que come rápido, que come llenándose la boca, si fuese interpelada, contestaría con dificultad” (la traducción es mía).
[8] Erasmo de Roterdam. http://www.elseminario.com.ar/comprimidos/Erasmo_Urbanidad_maneras_ninos.pdf (27-02-2011)
[9] Muchembled, R. L’invention de l’homme moderne. Culture et sensibilités en France du XVe. siècle. Paris: Fayard, 1988, p. 233 y ss.
[10] Anónimo. Sir Gawain and the Green Knight. Middlesex: Penguin Classic, 1974, pp.71-72. [Luego abrieron la apertura, tomaron el primer estómago, / lo cortaron con un cuchillo afilado y ataron las tripas, / luego cortaron por entero las patas y la piel fue rasgada. Luego abrieron el vientre sacando las entrañas con cuidado… // Sobre la más preciosa de las pieles alimentaron a sus perros, les ofrecieron los pulmones, el hígado y las tripas, mezclándolos con pan empapado en sangre…]
[11] Bajtin, M. La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rabelais. Madrid: Alianza, 1987.
[12] Ibid., p.251.
[13] Auerbach, Erich. Mimesis. México: Fondo de Cultura Económica, 1979.
[14] Rabelais, F.Gargantúa y Pantagruel. Barcelona: Plaza y Janes, 1998 y http://www.gutenberg.org/files/1200/1200-h/1200-h.htm (7-03-2011)
[15] Muchembled, op.cit., p. 234.
[16] Shakespeare, W. As You Like It, II, i, 32-44. London: Macmillan, 2010. [Bajo un roble cuya vieja raíz / asoma al lado del arrroyo que murmura / por el bosque, y a su orilla vino a agonizar / un pobre ciervo solitario, herido / por certero cazador. Y, Alteza, / los gemidos del mísero animal / eran tan volentos que su piel / parecía que estallaba; las gruesas lágrimas / corrían lastimeras, una tra otra, por su cándido hocico; y el melancólico / Jaime observaba cómo el pobrecillo / aumentaba las aguas del arroyo / con su llanto. ]
[17] Esto está presente en las características que se atribuyen al dolor del venado, que se antropormorfizan, algo difícil de hallar entre los símiles medievales, que cumplían cabalmente con la preservación de las jerarquías de la cadena del ser, que distribuía lugares claramente diferenciados a las criaturas existentes..
[18] Flandrin, Jean-Louis. “La distinción a través del gusto” en Ariès y Duby op.cit.
[19] Montaigne, M. “De los caníbales” en Ensayos, vol. I. Madrid: Cátedra, 1998.
[20] “Bien podemos por lo tanto llamarlos bárbaros si consideramos las normas de la razón mas no si nos consideramos a nosotros mismos que los superamos en toda clase de barbarie.” Ibid., p. 273.
[21] Shakespeare, W. La tempestad. Ed. bilingüe. Madrid: Cátedra, 1994, p. 146.
[22] Defoe, D. Robinson Crusoe. Barcelona: Océano, 2002.