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Mes: septiembre 2013
La controversia crítica: un debate en torno a Shakespeare (siglos XVIII-XIX)
por Noelia N. Fernández
Aunque el interés por teorizar acerca de la obra de William Shakespeare progresó y se consolidó en los siglos XIX y XX, los primeros trabajos de crítica comienzan en la segunda mitad del siglo XVII con las reflexiones de sus propios contemporáneos, Ben Jonson y Phillip Sidney como parte de una práctica crítica aun no del todo sistematizada y algo condicionada por rivalidades internas y conflictos de intereses entre los distintos grupos de dramaturgos. A comienzos de la Restauración monárquica, el Ensayo sobre la poesía dramática (1668) de John Dryden y ya en la primera mitad del siglo XVIII el Prefacio de Alexander Pope a la edición de las obras de Shakespeare (1725) inician una etapa crítica persistente y sistemática de la producción shakespeariana. A su retorno en 1660 la corte inglesa –refugiada en Francia durante los años de Cromwell- trajo consigo una profunda modificación de la estética. La influencia de la literatura clásica francesa se vio en el teatro de la Restauración, cuya estética se forjó en el ámbito cortesano que consideraba “demasiado rústicos” los dramas de Shakespeare.[1] Ya en la primera mitad del siglo XVIII el Prefacio a Shakespeare de Samuel Johnson –heredero del de Pope en muchos sentidos- resume, de algún modo, la actitud crítica del siglo y sus concepciones particulares sobre el arte y el gusto en relación con las obras del dramaturgo isabelino. Posteriormente, el Romanticismo destacó de Shakespeare aspectos diferentes de los que interesaban a los neoclásicos.[2]
Nuestro objetivo es analizar esta diferencia de énfasis en la posición crítica de neoclásicos y románticos ingleses frente a la estética shakespeariana durante la segunda mitad del siglo XVIII y comienzos del XIX. Intentaremos examinar, también, el modo en que los aspectos destacados por ambas corrientes se vinculan con los paradigmas intelectuales y estéticos de cada período. Se tendrán en cuenta, para el análisis, las posiciones críticas de Samuel Johnson como representante del neoclasicismo, y de Samuel T. Coleridge como portavoz del romanticismo.
En primer lugar, una de las preocupaciones que se registran durante el siglo del racionalismo ilustrado son los excesos en que incurre Shakespeare, no sólo en cuanto a la representación sino también en relación con los usos del lenguaje.[3] Ya la crítica inglesa del período recupera –inclusive a la vanguardia de los románticos- al dramaturgo como faro literario.[4] Al mismo tiempo, tal como lo expresa Pope antes que Johnson, “… with all these great excellencies he has almost as great defects ; and that as he has certainly written better, so he has perhaps written worse, than any other…”. Entre sus peores defectos Pope reconoce, en la tragedia,
… The most strange, unexpected, and consequently most unnatural, events and incidents; the most exaggerated thoughts; the most verbose and bombast expression; the most pompous Rhymes, and thundering Versification.[5]
Así también, Samuel Johnson, retomando las reflexiones de su antecesor en la crítica, condena ciertos excesos de la tragedia shakespeariana. A propósito de King Lear señala que la acción de Gloucester al arrancarse los ojos “…seems an act too horrid to be endured in dramatic exhibition…” y adhiere al juicio de su amigo Warton, quien “(…) remarks that the instances of cruelty are too savage and shocking (…)”. Al mismo tiempo aclara, sin embargo, que “…Our author well knew what would please the audience for which he wrote”, con lo cual distingue los parámetros del gusto isabelino -una época considerada, por muchos críticos ilustrados, primitiva e ignorante- del que caracterizó al siglo XVIII, que tanto enfatizaba el decoro, el equilibrio y la moral en el arte.[6] Esta consideración sobre el gusto llevó a Johnson a defender las modificaciones a King Lear hechas durante la Restauración por el poeta laureado Nahum Tate, quien adaptó la clásica tragedia otorgándole un final feliz mucho más tolerable para el gusto neoclásico y la mentalidad dieciochesca que condenaba los excesos y apelaba a un arte mesurado.[7] Al mismo tiempo, Johnson ya había expresado en 1756 su intención -acorde con el espíritu racionalista- de corregir y regularizar los textos de Shakespeare en su Proposals for Printing the Dramatic Works of William Shakespeare, donde sostenía que un editor de viejos textos debe: “(…) correct what is corrupt, and to explain what is obscure”.[8]
Sumado al problema de los excesos, Johnson se detiene en el modo en que Shakespeare presenta la naturaleza humana:
His persons (Shakespeare’s) act and speak by the influence of those general passions and principles by which all minds are agitated, and the whole system of life is continued in motion. In the writings of other poets a character is too often an individual; in those of Shakespeare it is commonly a species.[9]
En este pasaje muy comentado por la crítica se destaca un vocabulario de corte cientificista donde la concepción johnsoniana de los personajes de Shakespeare como representantes de la especie es un correlato de la doctrina iluminista. Esta doctrina, que buscaba universales en lugar de particulares y tenía como modelo los productos de la diosa razón, consideraba deseable todo aquello que pudiera amoldarse a leyes generales mientras negaba lo que implica la acepción; una actitud acorde con la tendencia neoclásica en el arte.
Es en este punto, especialmente, donde radica el debate entre neoclásicos y románticos, ya que el segundo grupo rechazaba esta universalización del individuo shakespeariano:
Shakespeare’s chief merits, according to Johnson, lie in the all-encompassing nature of his characters, which most often represent a species rather than an individual. For romantic critics, the argument seemed superficial, because they felt that the notion of individuality was underrated.[10]
A partir del estudio de la obra de Friedrich Schlegel durante su estadía en Alemania, Coleridge fue el continuador de las ideas del romanticismo alemán en Inglaterra.[11] El centro de interés de la estética romántica en relación con Shakespeare es la centralidad del sujeto, y de allí la importancia de Hamlet como paradigma de la individualidad, de la introspección romántica. Este aspecto que destaca la crítica romántica como intención contraria a la generalización johnsoniana se puede sintetizar en ciertos términos que Coleridge repite: “mental philosophy”, “intellectual activity”, “thought”, etc.[12] Coleridge llama la atención, también, en el hecho de que los personajes se expresan en su individualidad a través de los títulos de las grandes tragedias shakespearianas, donde el nombre del héroe trágico figura en primer plano, idea que desafía la concepción universalista y anti introspectiva de Johnson.[13]Aún cuando, en última instancia, los planteos de Johnson y Coleridge no difieran más que en matices[14], los aspectos diferentes que cada uno enfatiza sobre el arte de Shakespeare los revelan como representantes de dos épocas y corrientes estéticas definidas. Johnson no sólo acepta sino que defiende a Shakespeare en un problema tan caro al neoclasicismo como la mezcla de elementos trágicos y cómicos. Sin embargo, su interés por problematizar tal ambigüedad indica la importancia de esa preocupación entre los críticos del entorno neoclásico. Para los románticos, el arte de Shakespeare era todo lo opuesto al pensamiento racionalista del siglo XVIII contra el que se rebelaron y, por ende, a esa visión de sus personajes en los términos cientificistas en que los veía Johnson. Es en estas controversias coyunturales donde radica el debate entre neoclásicos y románticos ingleses y no en una oposición absoluta: el rescate de Shakespeare como emblema nacional frente al rechazo de los neoclásicos franceses recorrió tanto la crítica del siglo XVIII como la del XIX en Inglaterra.
Bibliografía
BLOOM, Harold. El canon occidental. Barcelona: Anagrama, 2002.
COLERIGDE, Samuel Taylor. Lectures on Shakespeare. London: J.m. Dent and Sons, 1937.
DAICHES, David. A Critical History of English Literature: vol II, The Restoration to the present day. London: Mandarin Paperbacks, 1994.
D’ANGELO, Paolo. La estética del romanticismo. Madrid: Visor, 1999.
ENGELL, James. “Coleridge, Johnson and Shakespeare: A critical drama in five acts” en Romanticism 4 (1): 22-39, Harvard University DASH, 1998.
JOHNSON, Samuel (1765). Preface to Shakespeare. Edición digital disponible en http://www.bartleby.com/39/33.html.
KERMODE, Frank (ed.). Shakespeare: King Lear, a casebook.London: Macmillan, 1993.
LEVIN, Harry. “Critical approaches to Shakespeare from 1660 to 1904” en De Grazia, MARGRETA-WELLS, Stanley. The Cambridge Companion to Shakespeare.CambridgeUniversity Press, 2001.
POPA, Nicolae-Andrei. “Canonical approaches to Shakespeare: Dr. Johnson and Coleridge” en University of Bucharest Review, Vol. XII, no. 2, 2010.
POPE, Alexander (1725). Preface to Shakespeare. Disponible en línea en http://andromeda.rutgers.edu/~jlynch/Texts/pope-shakespeare.html.
PRAZ, Mario. La literatura inglesa: de la Edad Media al Iluminismo. Buenos Aires: Losada, 1975.
SHERBO, Arthur. “Samuel Johnson, editor of Shakespeare, with an Essay on The Adventurer” en Illinois Studies in Language and Literature, Vol. 42: The University of Illinois Press, 1956.
[1] Praz, Mario (1975): 254.
[2] Levin, Harry (2001).
[3] Engell señala que Johnson “(…) compares the garden of a ‘correct and regular writer’ to Shakespeare’s forest, on which oaks extend their branches, and pines tower in the air, interspersed sometimes with weeds and brambles” indicando, de este modo, la exhuberancia en los juegos de palabras; un rasgo de Shakespeare que molestaba a Johnson. (1998: 23).
[4] Es Harold Bloom quien señala “(…) la canonización que tuvo lugar a lo largo del siglo XVIII, desde Dryden, y a través de Pope y el Dr. Johnson, hasta las primeras fases del Romanticismo, un movimiento que deificó a Shakespeare”(2002: 63-4).
[5] Pope, Alexander (1725): 8 y 9.
[6] Kermode (1993):27-8). A propósito de lo que se consideraba el primitivismo de la época isabelina, a principios del siglo XVIII, el primer editor de Shakespeare, Nicolas Rowe, justificaba los que él calificaba como “errores” de Shakespeare -sobre todo en relación con su uso laxo de las reglas aristotélicas para la tragedia- aclarando que el dramaturgo vivía “(…) in a state of almost universal License and Ignorance”. (Levin, Op Cit p. 217).
[7] Kermode (Op Cit): 28 y Levin (Op Cit): 218.
[8] Daiches (1994): 781. Dado que los textos de Shakespeare son resultado de transcripciones realizadas por los propios actores o copistas, desde el siglo XVIII hasta nuestros días han sido objeto de profusos trabajos por parte de la crítica y la filología para establecer las versiones más cercanas a los originales. Al hablar de la “corrupción” del texto shakespeariano Johnson se refiere a las alteraciones y variaciones textuales que pudieron producirse luego de numerosas copias.
[9] Johnson, Essays from The Rambler 12, citado por Popa (2010): 65 (subrayado nuestro).
[10] Popa (2010): 65.
[11] De hecho, en “Notes on Hamlet” hace referencia a sus lecturas de Schlegel y admite las coincidencias con su propio pensamiento (1937: 135).
[12] Dice Paolo D’Angelo citando a Schlegel: “En Hamlet, todo gira en torno al personaje, que, ‘con su desproporción desmesurada entre energías activas y energías del pensamiento’ es la representación perfecta de la disarmonía, lo que constituye la auténtica finalidad de la tragedia moderna, frente a la antigua, en la que el objetivo del conflicto trágico es la armonía suprema. Por ello, Shakespeare es el artista que más cabalmente encarna el espíritu de la poesía moderna” (1999, p. 55). Y el propio Coleridge valoriza y analiza filosóficamente aquello que tanto preocupó a los críticos ilustrados –la supuesta inacción de Hamlet- como un rasgo constitutivo de la naturaleza humana: “The seeming inconsistencies in the conduct and carácter of Hamlet have long Exercised the conjectural ingenuity of critics (…) I believe the carácter of Hamlet may be traced to Shakespeare’s deep and accurate science in mental philosophy(…) In order to understand him, it is essencial that we should reflect on the constitution of our own minds. Man is distinguished from the brute animals in proportion as thought prevails over sense…” (Coleridge, 1937: 136). Más adelante, en el siglo XX, T.S. Eliot rechazará este psicologismo, acercando su perspectiva teórica al impersonalismo de Ezra Pound y rescatando, en cierto modo, las ideas johnsonianas, mientras toma distancia del romanticismo.
[13] “There is a great significancy in the names of Shakespeare’s plays. In the Twelfth Night, Midsummer Night’s Dream, As You Like It, and Winter’s Tale, the total effect is produced by a co-ordination of the characters as in a wreath of flowers. But in Coriolanus, Lear, Romeo and Juliet, Hamlet, Othello, &c. the effect arises from the subordination of all to one, either as the prominent person, or the principal object.” (Ib.: 138).
[14] Engell considera el posicionamiento polémico de Coleridge frente a Johnson como una exageración de sus diferencias por parte del romántico. Incluso en lo que atañe a la nula atención de Shakespeare a las reglas aristotélicas, prácticamente toda la crítica inglesa del período –incluyendo a los neoclásicos como Johnson- justificó al dramaturgo isabelino. Fue, de hecho, el Prefacio de Johnson el que puso fin –y este fue uno de sus grandes aportes- a esta polémica por la necesidad de atender a las reglas de las unidades. (Engell Op Cit: 33 y 35).