por Ramiro Vilar (*)

Introducción
En su libro La compañía visionaria el crítico Harold Bloom analiza el famoso poema de Wordsworth “Versos escritos unas millas más arriba de Tintern Abbey”, y afirma que es allí donde el poeta funda su “mito personal de la memoria como redención”(Bloom, 2003: 36). Sostiene Bloom que “la memoria es para Wordsworth la madre de la poesía, porque la mitad del acto de creación no puede ser llevado a cabo sin un catalizador: el recuerdo de la reacción del poeta a una versión más temprana de la presencia exterior de la naturaleza.” (Ibíd.: 33-34). Pretendemos en el presente trabajo analizar esa afirmación y extender su aplicación a El preludio y otras obras de Wordsworth, como así también probar que ese movimiento creador, el de la memoria, es análogo a otros movimientos que resultan complementarios, ya que intentaremos mostrar cómo la distancia que separa al poeta maduro respecto de la naturaleza, resulta paralela a la que lo separa de su adhesión juvenil a la Revolución Francesa. Veremos entonces qué posibles relaciones pueden establecerse entre ambos movimientos y de qué modo experiencia vital, memoria y política, crean un entramado del que resulta la poética de la naturaleza más representativa del romanticismo inglés. En dicho proceso destacaremos, siguiendo a M. H. Abrams, la importancia del esquema religioso en el que se inscribe la poesía de Wordsworth, tratando de des-secularizar la obra del poeta, o sea, de desandar el camino de Abrams, recorrerlo de un modo inverso.
La Abadía de Tintern
La lectura detenida del poema “Versos escritos unas millas más arriba de Tintern Abbey”, de 1798, (al que desde ahora nos referiremos como “Tintern Abbey”[1]) nos pone frente a algunas de las cuestiones capitales de la poesía de Wordsworth, funcionando a un tiempo como anticipación y como síntesis de temas que aparecerán en obras posteriores como El preludio o la famosa “Oda: atisbos de inmortalidad” (Ode: intimations of inmortality), compuesta entre 1802 y 1804, obras que analizaremos en el desarrollo de este trabajo.
En “Tintern Abbey” aparecen articulados ya, como veremos, todos los elementos que constituyen el citado “mito de la memoria” del que habla Bloom. En 1798, nos dice el texto, el poeta vuelve a visitar un paisaje rural –las riberas del río Wye– tras cinco años de ausencia; se nos presenta entonces el relato de cómo durante ese período el recuerdo del paisaje actuó como consuelo en medio del bullicio “de la impaciente agitación sin beneficio, y la fiebre del mundo”(Ibíd.: 333). A continuación, y tras celebrar el reencuentro, el poeta se lamenta por su estado o condición presente, condición de la que saldrá justamente debido al renovado contacto con la naturaleza: “Y ahora, con destellos de un pensamiento casi extinto,/ con muchos vagos y débiles recuerdos,/ y un algo de triste perplejidad,/ el cuadro del pensamiento revive de nuevo:/ mientras estoy aquí, no sólo con el sentimiento del placer presente, sino con pensamientos placenteros/ de que en este momento hay vida y alimento/ para años futuros.” (Ibíd.: 335). El voz del poeta nos plantea con total claridad la conciencia de una pérdida; no obstante, ella misma oculta la semilla de su propio resarcimiento. El paisaje revisitado no sólo es motivo del placer presente sino material para la memoria en momentos posteriores. Wordsworth recuerda esa relación natural perdida y sin embargo llamada a ser superada, según el poema lo explicita a continuación.
El poeta, reencontrándose con el paisaje, sale del estado de perplejidad en que se encuentra y recupera la vitalidad de los “destellos de un pensamiento casi extinto”. La naturaleza misma lo ha reconciliado con su sensación pasada, pero insistimos: la experiencia de la naturaleza que está a punto de encontrar no es asimilable a la anterior, sino superior. Él mismo ya es otro, como quedará probado sobre todo cuando analicemos El preludio. La naturaleza ha disparado (o reactivado) el mecanismo de la memoria, el mecanismo de la mediación propiamente dicho. Porque ahora una distancia no solo temporal se encuentra entre el poeta que tuvo una experiencia con la naturaleza y el que escribe el poema: se ha producido entretanto un salto cualitativo. Leemos unas líneas después de los versos citados: “… (los groseros placeres de mis días juveniles,/ y sus alegres movimientos animales se han ido)… Ese tiempo ha pasado,/ y no existen ya todas sus alegrías dolorosas,/ ni sus locos arrebatos. Mas no por eso/ desmayo, ni me lamento ni murmuro; otros dones han seguido; por tal pérdida, creo yo,/ ha habido abundante recompensa. Pues he aprendido/ a mirar a la naturaleza, no como en la hora/ de la insensata juventud, sino escuchando a menudo/ la música triste y sostenida de la humanidad,/ sin asperezas ni disonancias, sino con amplio poder/ para castigar y someter.”(Id.)[2] La experiencia juvenil, comunión temprana con la naturaleza (ampliamente desarrollada en los libros I y II de El preludio) se nos presenta como “grosera”; se habla de “alegres movimientos animales” y ya unos versos más arriba Wordsworth había escrito “… como un gamo/ brincaba por las montañas.” De manera que ese tiempo que ha pasado implica una pérdida para el poeta, pero una pérdida que comporta una recompensa, alcanzar un estadio superior: “otros dones han seguido”, y el poeta confiesa que ha “aprendido a mirar la naturaleza”. Este proceso de maduración le ha conferido un don, a sense sublime, “un sentido sublime” (Ibíd.: 337). “El amor maduro hacia la naturaleza induce también a amar al resto de los hombres, a escuchar la sorda y triste música de la humanidad”, afirma Bloom (Ibíd.: 33), introduciéndonos así en la dimensión moral, y por qué no, política de la poesía de Wordsworth.
En consonancia con esta perspectiva T. S. Eliot ha escrito: “Son sus intereses sociales [los de Wordsworth] quienes inspiran sus innovaciones en el verso y respaldan su teoría de la lengua poética…”[3] Repetimos: la parábola de maduración del poeta, la pérdida de cierto estado de relación con la naturaleza, implican el fin de un estado de cosas y el inicio de otro; y es la memoria la que permite recuperar la sensación, la unidad primera, y traerla al presente convertida en otra cosa, en un saber nuevo, en una forma más sublime de amor. Y no parece poco importante la experiencia adquirida por el poeta en el lapso intermedio: ha estado en la ciudad, ha viajado a la Francia revolucionaria, ha aprendido a escuchar la “triste música de la humanidad”, y ahora, de regreso al ámbito rural de la infancia y la juventud, el poeta ha madurado para lograr una visión mediada de la naturaleza (iremos más allá sobre este punto luego). Creo que podemos afirmar que este paso nos muestra la existencia de esos dos estados, un superior al otro, que son asimilables con los dos escalones del instrumento creador mismo: la imaginación poética. Esto nos introduce en una cuestión esencial en la estética romántica, la diferencia entre fantasía (fancy) e imaginación (imagination) asumida por Wordsworth y ampliamente tratada por Samuel Taylor Coleridge en su Biographia Literaria (1817).
Ese nuevo saber que el poeta ha obtenido al final del recorrido trazado es el que permite realizar el acto creador auténtico, la escritura de una poesía despojada de la afectación del neoclasicismo del siglo XVIII, superando el estadio “animal”, “grosero”, inferior, descrito en “Tintern Abbey”. Basándose en la obra poética del propio Wordsworth, Coleridge definió en Biographia Literaria su concepción de “genio”: “Fue la Unión de sentimientos profundos a pensamientos hondos; el bello equilibrio entre la verdad de las observaciones, las modificaciones de lo observado debidas a la facultad de la imaginación; y sobre todo, el original don de ser capaz de extender el tono, la atmósfera y con ello la profundidad y altura del mundo ideal en torno a las formas, incidentes y situaciones, que la opinión generalizada, y la costumbre, habían dejado sin lustre… lo que caracteriza y privilegia al genio.”(Coleridge, 1975: 17-18).
La cita es importante, como se ve, en varios sentidos. Por lo pronto el genio (Wordsworth) es según Coleridge capaz de unir, equilibrar bellamente la “verdad de las observaciones” y las “modificaciones de lo observado debidas a la facultad de la imaginación”; el poeta-genio recibe entonces un material dado, a través de la observación, material que, podríamos decir, constituye la naturaleza en su estado puro, de verdad; luego, mediante la facultad de la imaginación, elaborará con dicho material una obra de arte. La imaginación convierte lo dado en obra de arte; más adelante analizaremos en qué medida la imaginación recrea, o directamente crea el paisaje recuperado, en lugar de transformarlo.
Veíamos entonces más arriba que la poesía sólo puede surgir a través de la acción mediadora de la imaginación (en este caso asimilable a la memoria, o de la que la memoria es instrumento), que recoge y transforma una emoción que, en tanto desborde de pasión y fruto de la naturaleza, es un material primario (o materia prima) de la que surgirá un objeto superior solo posible por la imaginación: un objeto creado, que guarda dentro de sí –obra del genio– la verdad primaria superada, elevada a otro plano. Coleridge toma como base de su teoría la producción misma de Wordsworth, ya que a lo largo de la Biographia el “Coleridge filósofo” cuestionará algunos de los juicios críticos del “poeta Wordsworth”, su amigo: a través de largos rodeos argumentativos y varios capítulos, Coleridge refutará la tesis wordsworthiana de que la poesía debe tender al habla de los hombres en la vida real. Para Coleridge la poesía es artificio; ni el lenguaje de los campesinos es el lenguaje de la vida real (ni lo es por estar más cerca de la naturaleza) ni la poesía debe acercarse a él en busca de pasiones esenciales (cf. Biographia, cap. XVIII). “Los pensamientos, sentimientos, lenguaje y maneras de los pastores-campesinos de Cumberland y Westmoreland (…) son atribuibles a causas que producirían y producen iguales resultados en cualquier tipo de circunstancias, tanto en la ciudad como en el campo.”(Ibíd.: 77-78). Para Coleridge, frases como “una selección del lenguaje real de los hombres” o “adoptar el auténtico lenguaje de los hombres”, del Prefacio escrito por Wordsworth a las Lyrical Ballads, carecen totalmente de valor.
Pero más allá de esta discrepancia, tanto Coleridge como Wordsworth parecen haber tenido la misma concepción formalista del lenguaje poético. Para Wordsworth el poema surge de la acción realizada por la memoria y la imaginación sobre el material dado por la naturaleza, mediación pura entre el sentimiento (naturaleza, verdad) y la facultad creadora. Coleridge llegará a afirmar: “Pero si lo que se está buscando es una definición que corresponda a lo que legítimamente es un poema, respondo, deberá decirse que es una composición cuyas partes se sostienen y explican mutuamente, todo armonizando proporcionalmente con, y apoyando el fin y las conocidas influencias, del ordenamiento en forma métrica.”(Ibíd.: 56). El poeta aplica sus facultades sobre cierto material, su acción es, en palabras de Coleridge, la de fundir, “gracias a ese poder sintético y mágico al que hemos dado en exclusiva el nombre de imaginación.”(Ibíd.: 57).
En lo esencial, como puede verse, la concepción de ambos autores sobre la poesía es la misma, pues en ambos sistemas ocupa un lugar protagónico la imaginación. Es la imaginación la propiciadora del salto que permite pasar de la unión animal con la naturaleza al amor maduro y sublime (y de ahí a la escritura) de que se nos habla en “Tintern Abbey”; es la imaginación en tanto facultad creadora la que permite pasar del sentimiento en crudo a su recuerdo en la serenidad, y por tanto la que marca la distancia entre la pasión vivida y el poema escrito.
(siga leyendo el presente ensayo en: https://docs.google.com/file/d/0B-R-jTIeW6QhVkNwbGVYN3MyYm8/edit?usp=drive_web)
(*) Ramiro Vilar es estudiante avanzado de la Carrera de Letras (UBA) y adscripto a la Cátedra de Literatura inglesa (2013-2015), con el proyecto de investigación “Sir Thomas Browne y la lectura del hombre y del mundo”.
[1] Utilizaremos la traducción de Santiago Corugedo y José Luis Chamosa: W. Wordsworth y S. T. Coleridge. Baladas Líricas. Madrid, Cátedra, 1990.
[2] La cursiva es nuestra.
[3] Eliot, T. S. Función de la poesía y función de la crítica. Barcelona, Editorial Seix Barral, 1968, p. 87. (traducción de Jaime Gil de Biedma)