Mucha de la investigación que has hecho en el área de la ópera se ha centrado en la relación entre la obra verdiana y las piezas de William Shakespeare. ¿Por qué estimás que Verdi ha abrevado tanto en el la producción del dramaturgo isabelino?
Aunque alguna vez Verdi dijo que Dante era el poeta más universal y completo, su pasión por Shakespeare lo acompañó toda la vida, y creo que una de las claves para poder entender esta pasión por el dramaturgo inglés es que Verdi entendió como pocos el “instinto” teatral de Shakespeare. Sentía que Shakespeare era para él una fuente vital de enriquecimiento de su propio mundo interior, especialmente en relación con algunas de las grandes problemáticas morales que las tragedias shakespearianas presentaban, tales como la confrontación del individuo con su conciencia y su propia identidad, la presencia del mal en la naturaleza humana y la lucha contra él y por fin -elemento siempre vigente- la relación apasionada, tenebrosa y profundamente desquiciada con el poder. Recuerdo siempre las palabras que el compositor dijera en ocasión del estreno parisino de su Macbeth, en 1865, luego de una concienzuda reelaboración de la obra, que había sido presentada por primera vez casi veinte años antes (Florencia, 1847): “puede ser que yo no haya logrado bien el Macbet (sic), pero que no entiendo y que no siento a Shacspear (sic) no, por Dios, no. Es un poeta de mi predilección, que he tenido entre mis manos desde mi primera juventud y que leo y releo continuamente.”
Shakespeare fue para Verdi el “gran maestro del corazón humano”, tal cual como lo definiría, en una carta enviada a Giulio Ricordi, a fines de marzo de 1872. Evidentemente, las creaturas shakespearianas eran congeniales a Verdi que logró hacerlas -si cabe- aún más inmortales y conocidas, también entre aquellos que jamás habrían tenido acceso a leer los “textos-fuente” y, mucho menos, a concurrir a un espectáculo teatral. Ahora bien, para lograr su objetivo, Verdi pudo sacar provecho del resultado de una reflexión realizada por muchos intelectuales de su época. Efectivamente, en Italia, esta circulación de una literatura universal en “clave melodramática” seguramente no hubiese sido posible sin el concurso de una operación anterior, ligada a la necesidad de contar con un número siempre mayor de traducciones. En este sentido, recordemos que, a principios de 1816 (vale decir cuando Verdi tenía tres años), en el primer número de la revista milanesa La Biblioteca italiana y por invitación de su director, Giuseppe Acerbi, Madame de Staël, publicaba la traducción italiana, realizada por el escritor Pietro Giordani, de su ensayo De l’esprit des traductions (Del espíritu de las traducciones), bajo el título Sulla maniera e utilità delle traduzioni (Sobre la manera y la utilidad de las traducciones). En dicho ensayo, de Staël exhortaba a los italianos a que comenzaran a pensar en la importancia de la traducción como medio para enriquecer su propia cultura. Y esa brillante contribución de la escritora parisina sería el punto de partida no sólo de una profunda reflexión sobre el asunto, sino también de una intensa producción que, con mayor o menor precisión, permitió que un público burgués italiano siempre más vasto, pudiese acceder a obras de muy diversa procedencia, en traducción. Justamente entre 1831 y 1893 se conocieron en Italia diversas traducciones de la obra de Shakespeare, las que fueron utilizadas para la elaboración de los libretos de las óperas verdianas: en primer término la pionera traducción integral realizada por Carlo Rusconi (también traductor de Lord Byron) en 1831 (revisada entre 1873/1874 y que podemos consultar en el Tesoro de la Biblioteca de nuestra facultad) y luego, puntualmente, en 1847, la de Macbeth, realizada por uno de los más asiduos colaboradores de Verdi, Francesco Maria Piave y las de Otello y Fastaff, realizadas ambas por Arrigo Boito en 1887 y 1893, respectivamente. El acercamiento verdiano al gran Bardo se produciría gracias a estas traducciones, pero también, en su lengua original, gracias a la ayuda de su compañera de toda la vida, la soprano Giuseppina Strepponi. En un país en que, al decir de Gramsci, no hubo novela popular porqué existió el melodrama, y en donde alrededor del 50% de la población era analfabeta, la “reducción” a libreto+música de buena parte del patrimonio literario universal se transformó en una revolución cultural sin precedentes. Si en el Medioevo existió la Biblia pauperum, en el siglo XIX italiano existió el melodrama…
¿Cuáles son las principales modificaciones que realiza Verdi, por ejemplo, en su Macbeth y a qué pueden atribuirse?
En realidad las tres óperas basadas en Shakespeare que Verdi logró completar (recordemos que un Rey Lear tantas veces imaginado por el maestro, quedaría sólo en estado de proyecto, junto con el deseo de poner en escena Hamlet, que conocería en la versión realizada en 1868 por el músico francés Ambroise Thomas) encierran una serie de novedades que contribuirían enormemente a la consolidación de una nueva manera de concebir el lenguaje musical y escénico del melodrama italiano decimonónico. Macbeth fue su décima ópera, estrenada en el Teatro alla Pergola de Florencia, en marzo de 1847, dedicada a su benefactor, suegro y amigo, Antonio Barezzi, con libreto de Francesco Maria Piave y Andrea Maffei, otro gran traductor, aunque menos inspirado poeta y libretista. El mismo Verdi definirá a este obra, escrita por Shakespeare en 1606 como “una de las más grandes creaciones humanas” por lo que su propósito fue el de crear “una cosa fuera de lo común” que en palabras de Piave sería la ópera capaz “de dar nuevas tendencias a nuestra música y abrir nuevos caminos a los maestros presentes y futuros”, según escribiría el libretista al empresario Alessandro Lanari, en 1846. En efecto, se trata, al decir del gran musicólogo italiano Massimo Mila, de “la ópera más experimental de Verdi, al menos hasta Otello” Estamos en 1847, Wagner está trabajando en su Lohengrin, pero en Italia nadie lo ha escuchado mencionar. Por su propia cuenta, “Verdi trabaja la idea del Gesamtkunstwerk, la obra de arte total, y de ese nuevo modo de canto que un día Arnold Schömberg llamará Sprechesang. Porque sobre estas dos directivas se desarrolla el experimentalismo verdiano en el Macbeth: el conquistado convencimiento de que en el melodrama no cuentan sólo la música y la palabra, sino que todos los medios escénicos concurren al resultado artístico y deben ser coordinados en un único acto creativo, [ese que] […] un día Verdi llamará, con definición definitiva “palabra escénica” (Mila: 2000, 333). El maestro, comprendiendo que el texto dramático debe, a un tiempo “decir, sugerir y demostrar”, aplicando una ley donde las correspondencias entre palabra y gesto sean cada vez mayores, comprende que ha llegado el momento de eliminar de una vez y para siempre la constante dicotomía entre lo que el texto dice y sugiere y lo que la voz declama. De ahí que la oscuridad de las almas de Macbeth y su mujer estén reflejadas en ese canto declamado, distante años luz de las bellezas tímbricas que habían caracterizado la anterior era del bel canto. Hay una hermosa carta que el Maestro escribe a su colaborador, Salvatore Cammarano, y que me parece interesante recordar para tratar de comprender lo que realmente Verdi tenía en su cabeza (y diría, en su corazón) en la fase de producción de esta ópera:
“Sé que estais concertando el Macbeth, y como es una Ópera en la que me intereso más que en las otras, así permitidme que os diga algunas palabras. Ha sido dado a la Tadolini la parte de Lady Macbeth, y me sorprende como ella haya consentido en hacer este rol. Vos sabeis cuanto estimo a la Tadolini, y ella misma lo sabe; pero, en el común interés, creo necesario haceros algunas reflexiones. ¡La Tadolini tiene demasiado grandes cualidades para hacer ese rol! ¡¡Tal vez os parezca una cosa absurda!!… La Tadolini posee una figura bella y buena, y yo querría a Lady Macbeth fea y mala. La Tadolini canta a la perfección; y yo querría que Lady no cantase. La Tadolini tiene una voz estupenda, clara, límpida, potente; y yo querría en Lady una voz áspera, sofocada, oscura. La voz de la Tadolini tiene algo angelical; querría que la voz de Lady tuviese algo diabólico.”
Sin duda, estas palabras de Verdi nos acercan a su extraordinaria concepción teatral, aquella en la que su propia música está al servicio de lo que el drama narra, pero nos recuerdan, además, su anticipación a una cierta “estética de la fealdad y de la marginalidad”, esa corriente que, de allí a poco, quedaría ampliamente representada por la corriente de la Scapigliatura o bohemia milanesa, a la que pertenecerá nada menos que Arrigo Boito, el libretista shakespeariano por antonomasia. Anticipándose en muchos años a esa corriente y construyendo así las bases que le permitirían continuar sobre esta misma línea en algunos personajes de su “trilogía popular” (pensemos en los personajes de Rigoletto o, en algún punto, de la mismísima Violetta Válery), Verdi nos muestra aquí que su deseo era tener como protagonistas no sólo voces, sino intérpretes capaz de recrear los dramas de otros hombres. Es por eso que la por entonces famosísima e idolatrada soprano Eugenia Savorani Tadolini, una de las preferidas de Gaetano Donizetti por la belleza de su voz y por su belleza física, nada tenía que ver con esta concepción verdaderamente totalizadora que Verdi intentaba imponer. ¿Sería coherente pensar en una Lady Macbeth que incita a su marido a cometer asesinatos y conjuras con la belleza tímbrica y corporal de una soprano de la era del bel canto? Los públicos de hoy concuerdan con Verdi y no quieren saber nada de estas dicotomías. Verdi, en cambio, tuvo que luchar (y mucho) para lograrlo…
Pero hay más. El Macbeth verdiano rompe también con otros esquemas que derivarían en importantes transformaciones del “drama del futuro”, si se me permite esta expresión de impronta wagneriana. Amén de lo que hemos visto relacionado con la búsqueda de voces absolutamente diferentes de las que habían sido mimadas por la crítica y el público hasta entonces, aquí se pierde, además la presencia del famoso triángulo amoroso (una soprano que ama a un tenor y que a la vez es amada -o deseada- por un barítono). No sólo no hay aquí dúos o escenas de amor (de alguna manera, los dos únicos amores a los que se hace referencia es al “amor de patria”, uno de los modelos de la amplia tipología de los amores verdianos, representado aquí fundamentalmente en el “Coro de los prófugos escoceses” del IV Acto y y el del amor de familia en el aria que inmediatamente después interpreta el noble escocés Macduff, “Ah!… la paterna mano…”, recordado momento de lucimiento para el tenor) sino que el personaje masculino central será un barítono (así como lo había sido Nabucco, en 1843 y lo sería algo más tarde Rigoletto, en 1851). Con esta operación (en la que podríamos, sin duda incluir otros grandes protagonistas verdianos como el Conde de Luna, Iago o Radamés), el Maestro logrará imponer un registro vocal muy amado por él y hasta entonces dejado mayormente en sombras. Por otra parte, Verdi, comprendiendo la genialidad shakespeariana, impone también una suerte de revolución “caracterológica”, cronológicamente anterior de muchas de las indagaciones teatrales de finales del siglo XIX, logrando repensar la historia narrada no tanto desde el punto de vista de la acción teatral, sino más bien en relación con la evolución psicológica de los personajes. Las luchas interiores de Macbeth con su conciencia, espejada por la presencia de las brujas.
Una última cuestión sobre la que quisiera dejar una pequeña opinión que tiene presente las representaciones de la época de Verdi y las reinterpretaciones que podemos ver hoy. En los interminables días de agotadores ensayos antes de la prima florentina, el Maestro escribía a Tito Ricordi, preocupado por la reproducción histórica de los cuadros escénicos “Hazme el favor de hacer saber a [Francesco] Perrone [el vestuarista] que la época de Macbeth es muy posterior a Ossian y al Imperio Romano. Macbeth asesinó a Duncan en 1040, y él fue luego asesinado en 1057. […]. No dejes de dar a Perrone inmediatamente estas noticias, porque creo que se engañó acerca de la época.” En la versión definitiva (que es la que generalmente vemos) de 1865, Verdi parece haberse “relajado” un poco, quizás por haber comprendido aún más cabalmente que la preocupación “histórica” podía ser dejada a un costado, frente la dimensión universal y atemporal del gran drama del poder de Macbeth y Señora. Es así que, como en el Macbeth shakespeariano se realiza plenamente la transformación de la crónica histórica (aquella que, justamente, el Bardo había extraido de las Crónicas de Inglaterra, Escocia e Irlanda de Raphael Holinshed, de 1577) en tragedia. Como siempre, frente a los guiños históricos del texto, me parece que también las reinterpretaciones actuales de algunos réggiseurs tienen un límite. Pero esto es sólo una opinión personal que siempre provoca polémica…
Todos los retoques introducidos en el Macbeth del ‘65, reflejan el desenvolvimiento del estilo de Verdi quien en casi veinte años había ahondado en materia de armonía, contrapunto y orquestación., aunque, lejos de constituir un éxito, la obra fue juzgada por la crítica parisina, como extraña, vulgar y monótona, mientras a actitud fría del público nos explica claramente que en Francia todavía se prefería la grand-ópera francesa y el bel canto italiano por lo que no se aceptaba lo que se presentaba como un nuevo enfoque en el melodramma italiano. Solamente en la mitad de este siglo ha sido reconocido plenamente el valor intrínseco de Macbeth, debiéndose su éxito en parte -creo- a las extraordinarias interpretaciones de María Callas, Birgit Nilsson o Shirley Verrett.
¿Qué razones creés que tuvo Verdi para omitir todo el primer acto de la tragedia de Shakespeare cuando realiza su Otello?
En principio, te diría que la tradición melodramática italiana ha hecho siempre largo uso de grandes “podas” sobre los textos-fuente y Otello no es una excepción a la regla. Es interesante pensar que, por ejemplo, un libreto tan enrevesado como el que el marqués Francesco Berio di Salsa escribió para la homónima ópera de Gioacchino Rossini, estrenada en 1816, respeta ese primer acto, esencial para comprender la importancia del padre de Desdémona en el proceso de la tragedia. Al eliminar todo el primer acto, Verdi y Boito se centran fundamentalmente en la evolución psicológica de los personajes y no tanto en la de los acontecimientos. Arrigo Boito, dueño de una cultura exquisita, no tenía ninguna intención de alejarse de su también amadísimo Shakespeare; es más, en muchas oportunidades se pregunta si había logrado ser suficientemente fiel al texto. Pero evidentemente no puede (y tal vez no quiere) abandonar ciertos postulados de la estética de la Scapigliatura milanesa, no sólo por lo que respecta a la idea de fundir tres artes en una (vale decir la música, la literatura y las artes visuales con las que se construye el “hecho teatral”). En este sentido, ¿qué mejor para un poeta scapigliato que tener entre sus manos la posibilidad de reconstruir en clave poético-musical-escénica la famosa frase de Yago “yo no soy lo que soy”? No es casual que justamente haya sido Boito quien, con su poesía “Dualismo”, publicada en 1877, haya sentado las bases de dicha corriente estética. Creo que al pasar de la tragedia shakespeariana a la ópera, Boito, secundado musicalmente por Verdi está pensando todo el tiempo en el famosísimo incipit de esa poesía-manifiesto (que a su vez, también le debe mucho a algunos versos de la Commedia dantesca, otro texto amadísimo por ambos): “Son luce ed ombra; angelica/ farfalla o verme immondo” (“Soy luz y sombra; mariposa/ angelical o inmundo gusano”). Si partimos de esta base, me parece que podemos comprender mejor que ya no importa que la ópera verdiana elimine un acto que en Shakespeare es fundamental para comprender la evolución de la tragedia, que ahora gracias a Verdi, se renueva dando lugar al triunfo de la continuidad musical lograda gracias a la consolidación del “canto declamado”, en detrimento de los “números cerrados” (arias, cavatinas, caballettas, dúos…) característicos de la tradición belcantista.
Entiendo que el tratamiento del Falsfaff verdiano, en la ópera homónima, tiene mucho de la tradición teatral italiana, ¿cuáles serían los rasgos más característicos y más evidentes al respecto?
Si en la Inglaterra isabelina o en la Francia borbónica, el punto más alto de la dramaturgia está ligado al desarrollo de la tragedia, en Italia, desde el momento mismo del nacimiento de su teatro (si se quiere, con Ludovico Ariosto, a principios del siglo XVI), será la comedia el subgénero teatral más ampliamente abordado a lo largo de los siglos, (cosa que claramente bien puede remitirnos al nacimiento y permanencia de la commedia dell’arte desde mediados del siglo XVI hasta prácticamente la época napoleónica). Verdi tenía una notable capacidad para desarrollar su “vena” cómica; lo que sucede es que su segunda ópera, Un giorno di regno ossia il finto Stanislao, estrenada en el Teatro alla Scala, en 1840 (y aclaro lo de la Scala porque con la enorme cantidad de compositores que podían encontrarse en la época, es notable que Verdi haya comenzado su carrera directamente allí), fue un rotundo fiasco, ligado, según cuenta la “tradición hagiográfica” verdiana a la muerte en esos días de sus mujer Margherita Barezzi y sus dos pequeños hijos. Verdi casi estaba tentado de dejar todo y tal vez la historia de la ópera (y de la cultura) del siglo XIX hubiese sido bien distinta si no hubiese llegado al poco tiempo el éxito de su Nabuccodonosor, de 1843. Sin embargo, deberemos llegar a su última ópera, que estrena casi octogenario, exactamente 50 años luego del Nabucco, para que Verdi cerrara su carrera con un nuevo guiño: no todo era la seriedad wagneriana ni todo era la tradición de la ópera belcantista, llena de números cerrados que frenan la acción, haciendo olvidar que el teatro de ópera no debe ser solamente la sucesión armoniosa de bellas melodías, sino, fundamentalmente, el lugar donde la música “construye” teatro y acción. Haber roto con la antigua construcción estrófica de la melodía (y en este sentido, también aquí Boito tuvo un gran mérito), aislando a veces por completo los momentos más álgidos de la evolución del drama, es la esencia de la última novedad aportada por Verdi al teatro del siglo XIX en su Falstaff. Con la fuga final de la ópera “Tutto nel mondo è burla…” (“Todo en el mundo es burla…”) Verdi logra sintetizar de manera absolutamente genial, ayudado por Shakespeare y Boito todo lo que había dicho a lo largo de toda su extensísima carrera, aunando aquí la idea de la burla a la tradición de la commedia dell’arte.
(*) Nora Sforza es profesora Adjunta de la Cátedra de Literatura italiana y Jefa de trabajos prácticos en la Cátedra de Literatura Europea del Renacimiento, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.
(Entrevista a cargo de Elina Montes)