Samuel Taylor Coleridge (1772-1834)
Notas sobre Rey Lear (1817-1818?)
De Lectures on Shakespeare, London: Dent, 1909.
Traducción de Marcelo Lara
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De todas las obras de Shakespeare Macbeth es, en [términos de] movimiento, la más veloz; Hamlet [en cambio] la más lenta. [En este sentido], Lear combina, como el huracán y el remolino (absorbiendo a medida avanza), duración y velocidad. Lear comienza como un día de tormenta estival, refulgente, pero ese brillo, ese resplandor es siniestro, y anticipa la tempestad.
No fue indeliberadamente, ni carece de su correspondiente significado, que la división del reino de Lear ocurriera en las primeras seis líneas de la obra como algo ya determinado [de antemano] en todos sus detalles antes de la prueba de las declaraciones,[1] así como las recompensas que ellas recibirían, la parte del reino que le tocaría a cada una. La extraña mezcla, aunque de ninguna manera artificial, de egoísmo y sensibilidad, y el hábito de experimentar los sentimientos acorde a su jerarquía, [según] lo que indica el rango particular y el tratamiento codificado: el intenso deseo de ser intensamente amado, [sentimiento] egoísta, característico de una naturaleza amorosa y amable en soledad; la incapacidad de sostenerse a uno mismo, siempre buscando todo placer en el pecho de otro; el capricho [de correr] detrás de la simpatía con indiferencia pródiga, frustrado por su propia ostentación y los modos y formas de sus demandas; la ansiedad, el descreimiento, los celos, que en mayor o menor medida acompañan todas las afecciones egoístas y están entre las más seguras contradicciones del simple cariño [que nace] del amor verdadero, y que de hecho origina en Lear el ansioso deseo de disfrutar de las violentas declaraciones de sus hijas, mientras que las empedernidas costumbres de la soberanía convierten el deseo en demanda y en derecho positivo, y, por supuesto, el incumplimiento hacia dicha demanda se convierte en crimen y traición; -estos hechos, estas pasiones, estas verdades morales sobre las que la tragedia se basa están todas dispuestas para [que la tragedia efectivamente ocurra], y [luego], retrospectivamente, veremos que [estas verdades] ya estaban implicadas en estas primeras cuatro o cinco líneas [inaugurales] de la obra. Estos [primeros parlamentos] nos hacen saber que la prueba [de las declaraciones] no es sino un truco, y que la furia del viejo rey es, en parte, al resultado natural de un tonto engaño, de una estupidez que de pronto, e inesperadamente, se frustra y deviene decepcionante.
Considerando que casi todas las tragedias de Beaumont y Fletcher están basadas en algún suceso fuera de lugar, o en alguna excepción a la experiencia general de la humanidad, sería importante destacar que Lear es la única puesta seria de Shakespeare, el interés y las situaciones que se derivan de la asunción son de una flagrante improbabilidad. Pero observemos el incomparable juico de nuestro Shakespeare. Primero, si bien es improbable la conducta de Lear en la primera escena, sin embargo [aquella situación] era una vieja historia arraigada profundamente en la creencia popular; algo que era admitido y, en consecuencia, que no poseía ninguno de los efectos de la improbabilidad. En segundo lugar, [dicha conducta] es meramente el lienzo sobre el que se delinean los personajes y las pasiones, una mera ocasión para desplegar los incidentes y las emociones, y no a la manera de Beaumont y Fletcher[2], que se remontan permanentemente a la causa sine qua non.
Dejemos que la primera escena [de esta obra] se pierda, y permitamos que ella se entienda sólo por el caso de un padre cariñoso que ha sido víctima de hipócritas declaraciones de amor y lealtad por parte de dos de sus hijas, [aliadas] con el fin de desheredar a la tercera hermana [Cordelia], quien antes había sido ¡merecidamente! la preferida de su padre, y todo el resto de la tragedia conservará su interés intacto, y será perfectamente inteligible. Aquello que es universal, lo que en todas las edades del mundo ha estado y estará cerca del corazón del hombre, y que le es inherente, es lo que sienta las bases de las pasiones, y no lo meramente contingente: es la angustia del padre por la ingratitud de sus hijos, el valor de la autenticidad, aunque confinada en aspereza, y la execrable villanía de la injusticia es aquello está en la base de las pasiones. Quizás debería haber agregado El mercader de Venecia; aquí también se aplican las mismas observaciones. Era un viejo cuento: [es decir] sustituyamos cualquier otro peligro que aquel del pedazo de carne (justamente la circunstancia en la yace la improbabilidad), y todas las situaciones y emociones relacionadas con ellas seguirán siendo igualmente buenas y apropiadas. Mientras que, por ejemplo, si sacamos de [la obra] The Mad Lover, de Beaumont y Fletcher, la fantástica hipótesis de su compromiso de cortarse su propio corazón y presentárselo a su señora, todas las escenas principales se irán con ella.
Kotzebue[3] es el Beaumont y Fletcher alemán, [aunque] sin sus poderes poéticos, y sin su vis comica[4]. Sin embargo, como ellos, él siempre hace emerger [en sus obras] las situaciones y pasiones de accidentes maravillosos, y del truco de traer una parte de nuestra naturaleza moral para oponerla a otra, como [por ejemplo] nuestra compasión por la desgracia y la admiración por la generosidad, el coraje para combatir nuestra condena de culpables, como en el adulterio, el robo, y otros crímenes atroces. Y también, como [Beaumont y Fletcher], Kotzebue se destaca en la manera de contar una historia de un modo claro e interesante, a través de una serie de diálogos dramáticos. Sólo el truco de hacer devenir comerciantes y camareras en héroes y heroínas trágicos era demasiado bajo para la época, y [también] demasiado prosaico para el genio de Beaumont y Fletcher. Kotzeue era, por cierto, inferior [a estos dramaturgos] en todo sentido, del mismo modo en que ellos [Beaumont y Fletcher] lo son respecto de su gran predecesor y contemporáneo [William Shakespeare]. ¡Cuán inferiores habrían sido si Shakespeare no hubiera existido para ser utilizado como modelo de imitación!, cosa que, más o menos, estos hacen siempre, e incluso de manera más obvia en sus tragedias. ¡Y sin embargo (¡Vergüenza, vergüenza!), no se pierden ni una sola oportunidad para burlarse de aquel hombre divino y, [como si fuera poco] rebajarle sus méritos!
Pero volvamos a Lear. Habiendo, por lo tanto, provisto en poquísimas palabras, y como una respuesta natural a una pregunta natural, las premisas y la data (lo que todavía responde al segundo propósito de atraer nuestra atención a la diversidad o a la diferencia entre los personajes de Cornwall y Albany) para nuestra posterior comprensión de la mente y el humor de Lear, cuyo carácter, pasiones y sufrimientos son el tema principal de la obra, Shakespeare pasa sin demorarse del rey, la persona patiens de su drama, al segundo [personaje] en importancia, [quien es] el agente principal y el motor primario [de la obra], [a saber] Edmund. [Shakespeare] introduce [a Edmund] en nuestro mundo, preparándonos con la misma felicidad de juicio, y de la misma manera (sencilla y natural), para [el despliegue de] su personaje a través de la aparentemente casual mención de sus orígenes y circunstancias [de vida]. Desde que se sube el telón, Edmund se ha plantado frente a nosotros como la unión de la fortaleza y la belleza de la más primitiva virilidad. Nuestros ojos lo han estado cuestionando. Dotado, como se presenta, con grandes ventajas, y provisto por la naturaleza con un poderosísimo intelecto y una inmensa y enérgica voluntad, incluso sin ninguna concurrencia de otras circunstancias ni accidentes, el orgullo será necesariamente el pecado que con más facilidad lo acosará. Pero Edmund es, además, el conocido y reconocido[5] hijo del noble Gloster: él, por lo tanto, tiene a la vez el germen del orgullo, así como las aptitudes más adecuadas para que este evolucione y madure como un sentimiento predominante. Sin embargo, hasta ahora no hay ninguna razón por la que esto debería ser de otra manera que como lo es usualmente en una persona de cuna y talento: un orgullo auxiliar, incluso afín a muchas virtudes, y natural aliado de los impulsos naturales. Pero, ¡ay!, [allí], en su propia presencia, frente a al mismísimo [Edmund], el propio padre se avergüenza de sí mismo por la franca confesión de que él es su padre. ¡Gloster se ha ruborizado tantas veces al reconocerlo [como hijo] que [la vergüenza] ha quedado ahora soldada [su piel]! Edmund escucha las circunstancias de su nacimiento narradas de la manera más degradante y licenciosa: su madre, descripta como una mujer lasciva por su propio padre, recordando su deseo animal, y los bajos instintos criminales conectados con la lascivia y su prostituta belleza, asignada como la razón por la cual “¡el hijo ilegítimo debe ser anoticiado!”. Todo esto y la conciencia de su notoriedad, la tormentosa idea de que cada una de las muestras de respecto es un esfuerzo de cortesía que trae al presente, mientras se reprime, un sentimiento opuesto. Este es el eterno goteo de amargura y bilis que orada la fuente del orgullo, el virus corrosivo que inocula con un veneno ajeno, con envidia, odio y ansias de poseer ese poder que, en su derroche de brillo, esconde sus manchas: punzadas de vergüenza inmerecidas y, por lo tanto, sentidas [cada una de ellas] como injusticias. [Y un] fermento ciego de rencor, siempre rumiando las razones y causas, [sentimiento] especialmente dedicado hacia un hermano cuyo inmaculado nacimiento y legítimos honores eran los constantes recordatorios de su inmanente degradación, siempre allí presentes para evitar que aquello, su origen, pasara por alto, desapercibido u obtuviera la gracia del olvido. Sumado a lo expuesto, Shakespeare, con excelente criterio, y previendo las demandas del sentido moral, especialmente por aquello que, en referencia al drama, se denomina justicia poética, y [buscando] los medios más adaptados para reconciliar los sentimientos de los espectadores a los horrores del posterior sufrimiento de Gloster, o al menos interpretándolos de un modo menos insoportable (porque no voy a esconder mi convicción de que, en este punto específico, lo trágico en esta obra ha sido llevado más allá de los límites extremos y del ne plus ultra del dramatismo), ha quitado toda excusa posible y no ha mitigado la culpa de ninguno de los padres en la concepción de Edmund a través de la confesión de Gloster, en la que admite que en aquel tiempo él ya estaba casado y bendecido con un legítimo heredero de su fortuna [Edgar]. El triste alejamiento del amor fraternal, ocasionado por la ley de primogenitura en las familias de la nobleza, o más bien por las distinciones innecesarias que se establecen en estos niños, ramas del mismo tronco [familiar], todavía es casi proverbial en el continente, especialmente. Así lo veo a través de mis propias observaciones en el sur de Europa, y parece haber sido menos común en nuestra propia isla antes de la revolución de 1668, si nos atenemos a lo que muestran los personajes y sentimientos [al respecto], tan frecuentes en nuestras mayores comedias. Por ejemplo, en la obra de Beaumont y Fletcher, Scornful Lady, hay, por un lado, un hermano menor, y por el otro, está Oliver en la obra As You Like It, de Shakespeare. ¡Es preciso decir lo terriblemente estigmático que debe de haber sido, en tal caso, la marca de ser bastardo: sólo el más joven de los hermanos estaba obligado a escuchar su propio deshonor y la infamia de su madre vociferada por su progenitor con el solo gesto de un encogimiento de hombros, y en un tono que hace equilibrio entre la burla y la vergüenza!
A esta altura, a partir de las circunstancias aquí enumeradas, que funcionan como causas que predisponen [al rencor], el carácter de Edmund habría sido suficientemente explicado, y nuestras mentes [ya estarían] preparadas para él. Pero en esta tragedia, la historia o fábula forzó a Shakespeare a introducir la maldad de una manera monstruosa en los personajes de Regan y Goneril. [Shakespeare] había leído muy cuidadosamente la naturaleza [humana] para desconocer que el coraje, el intelecto y la fuerza de carácter son las formas más impresionantes de poder, y que para insuflárselo a uno mismo, sin referencia a ningún fin moral, una inevitable admiración y complacencia se ponen juego, sean ellas desplegadas en la conquista de un Bonaparte o de un Timur, o en la espuma y el trueno de una catarata. Pero en la exhibición de semejante carácter era de gran importancia prevenir que la culpa deviniera una total monstruosidad. Esto, nuevamente, depende de la presencia o ausencia de causas y de suficientes tentaciones a cuenta de la maldad, sin necesidad a recurrir a un minucioso mecanismo diabólico de naturaleza [interna] que justifique su origen. Para ello están las [ya] señaladas relaciones de poder intelectual a la verdad, y de la verdad a la bondad, que devienen tanto moral como poéticamente inseguros para presentar lo que es admirable, lo que nuestra naturaleza nos obliga a admirar, en la mente; y lo que es más detestable en el corazón, como co-existentes en el mismo individuo sin ninguna conexión aparente, sin ninguna modificación de uno por parte del otro. Eso Shakespeare lo tiene en un ejemplo, aquel de Yago, [tan] cercano a esto [que estamos viendo]. Y aquello que lo ha hecho tan exitoso es, quizás, la más asombrosa prueba de su genio, y la opulencia de sus recursos. Pero en esta tragedia [Lear], en la que [Shakespeare] se vio forzado a presentar una Goneril y una Regan, era más cuidadoso que fuera evitado todo aquello. Por lo tanto, el único agregado concebible a las influencias (para nada auspiciosas) en la pre formación del carácter de Edmund está dado en la información acerca de que todas las posibles situaciones que podrían haber contrarrestado los dañinos sentimientos de vergüenza, como por ejemplo el hecho de compartir la vida diaria con Edgar y su padre común, [posibilidad que] fue cortada de raíz a partir de la ausencia de [Edmund] de la casa [paterna], y de su educación en el extranjero desde la niñez hasta el presente, y la idea de que continuará en el extranjero, como para así prevenir cualquier riesgo de interferencia con los proyectos del padre para su mayor y legítimo hijo:
Ha estado en el exterior nueve años, y volverá a partir.
Acto I. Escena i.
Cordelia: No digo nada, mi señor.
Lear: ¿Nada?
Cordelia: Nada.
Lear: Nada surgirá de la nada. Volved a hablar.
Cordelia: Sufro porque no puedo expresar mi corazón
Con mis palabras. Amo a Vuestra Majestad
Según mi deber: ni más, ni menos.
Hay algo de disgusto en la despiadada hipocresía de las hermanas, y también cierta mezcla defectuosa de orgullo y hosquedad en el “Nada” de Cordelia. Su tono es, además, bien artificial, ciertamente, para reducir la flagrante conducta absurda de Lear. Sin embargo, [en realidad] su función responde a un propósito más importante, a saber, evitar que la escena se incline hacia el cuento infantil: el momento ha servido a su fin, proporcionar el lienzo para el cuadro. Esto es además materialmente fomentado por la oposición de Kent, que expone la incapacidad moral de Lear para renunciar a su poder soberano en el mismo acto de desprendimiento. Kent es, quizás, de todos los personajes de Shakespeare, el más cercano a la perfecta bondad y, sin embrago, el más individualizado. Hay un excepcional encanto en su simpleza, que es aquella de un noble que surge en un tiempo de excesiva cortesía, y que se combina con la calma natural, donde la bondad del corazón es aparente. Su apasionada fidelidad y afecto por Lear inclinan nuestros sentimientos a favor de él mismo: la virtud en sí misma parece ser una compañía suya.
Ib. esc. ii. Monólogo de Edmund:
¿Quién en la lasciva soledad de la naturaleza adquiere
Mejor físico y mayor energía
Que cuando…
Una nota de Warburton sobre una cita de Vanini.[6]
¡Pobre Vanini! Nadie sino Warburton habría pensado este precioso pasaje más característico de Mr. Shandy que del ateísmo. Si el hecho así fuera (que no lo es, incluso casi lo contrario) no veo por qué el más confirmado teísta no podría de manera muy natural pronunciar el mismo deseo. Pero es proverbial que el más joven hijo de una numerosa familia sea comúnmente el hombre de los más grandes talentos; y tan buena autoridad como Vanini ha dicho –incalescere in venerem ardentius, spei sobolis injuriosum esse.[7]
En este monólogo de Edmund ustedes pueden ver, tan pronto como un hombre no alcanza a reconciliarse con la razón, cómo su conciencia se retira de la posibilidad de recurrir a la naturaleza. Él está seguro de que en ella nunca se encuentran las culpas, y también sabe cómo la vergüenza agudiza una predisposición en el corazón hacia el mal. Debido a que es una profunda [conducta] moral [pensar] que la vergüenza naturalmente generará culpa: el oprimido será vengativo, como Shylock, y en la angustia de la ignominia inmerecida la desilusión brotará secretamente, pasando por alto el juicio moral de una acción, focalizando [en cambio] la mente sólo en el simple acto físico.
Ib.Monólogo de Edmund:
Esta es la perfecta imbecilidad del mundo: cuando no nos favorece la fortuna –con frecuencia como efecto natural de nuestro propio comportamiento- echamos la culpa a los desastres del sol, la luna y las estrellas,
De modo que ese desprecio y misantropía son a menudo las anticipaciones y los portavoces de la sabiduría en la detección de supersticiones. Tanto individuos como naciones pueden estar libres de tales prejuicios, sea permaneciendo debajo de ellos, así como elevándose sobre ellos.
Ib. esc. 3. El mayordomo [Oswald] debería ser ubicado en exacta oposición a Kent, como el único personaje de una absoluta e irremediable vileza en Shakespeare. Incluso en esto, el juicio y la invención del poeta son claramente observables: ¿para qué otro fin podría estar dispuesta esta herramienta [que hace posible] del deseo de una Goneril? Ningún vicio más que el de la vileza fue dejado abierto para [Oswald].
Ib. esc. 4. En la ancianidad [misma] de Lear encontramos un personaje: sus [históricas] imperfecciones naturales han aumentado por la costumbre de una larga vida en la que ha recibido inmediata obediencia [a sus deseos por parte de sus súbditos]. Cualquier agregado a su subjetividad hubiera sido innecesario y penoso; porque las respuestas de otros hacia él, sean tanto de maravillosa fidelidad como de horrorosa ingratitud, ya de por sí son suficientes para distinguirlo. De modo que Lear deviene la abierta e inmensa sala de juegos de las pasiones de la naturaleza.
Ib.
Caballero: Desde que la joven señora se fue a Francia, señor,
El bufón ha languidecido.
El Bufón no es un bufón cómico que está para hacer reír a los gobios del gallinero: ninguna condescendencia del genio de Shakespeare hacia el gusto de la audiencia. Consecuentemente, el poeta prepara su introducción [la del bufón], introducción que nunca hace con ninguno de sus clowns y bufones comunes, llevándolo a éste en particular hacia una conexión vital con el pathos de la obra. El bufón es una creación tan maravillosa como lo es Caliban: sus parloteos salvajes y su inspirada idiotez articulan e indican los horrores de la escena.
El monstruo Goneril prepara todo lo necesario, mientras que el personaje de Albany da cuenta de un resentimiento aún más desesperante, a saber, [la unión de] Regan y Cornwal en perfecta [relación] de simpatía y monstruosidad. Ningún sentimiento ni ninguna imagen que pueda dar placer por cuenta propia son admitidos, cada vez que estas criaturas son presentadas, y son empujadas mínimamente, puro horror reina en todas partes. En esta escena y en todos los parlamentos del principio de Lear, el sentimiento general de ingratitud filial prevalece como el resorte principal de los sentimientos: en esta temprana escena el objeto externo, causando la presión en la mente, que no está todavía suficientemente familiarizada con la angustia para que la imaginación trabaje sobre ella.
Ib.
Goneril: ¿Oísteis eso, mi señor?
Albany:No puedo ser tan parcial, Goneril,
Al gran amor que os profeso…
Goneril: Serenaos, os ruego.
Observen el desconcertado empeño de Goneril para actuar sobre los miedos de Albany, y sin embargo su pasividad, su inertia; él no está convencido, pero de todos modos tiene miedo de examinar la cuestión. Tales personajes siempre ceden el paso a quienes tendrán el problema de gobernarlos, o de gobernar para ellos. Quizás, la influencia de una princesa, cuya elección por su persona le haya dado un aire regio, podría ser una pequeña escusa para explicar la debilidad de Albany.
Ib. sc. 5.
Lear: ¡Ay, no dejes que me vuelva loco, que no me vuelva loco, dulce cielo!
Mantenme en mi sano juicio. No quiero ser loco.
¡La propia anticipación de locura de su mente! Las más profundas notas son usualmente golpeadas por una briza de impedimento. La conclusión que saca el bufón de este acto mediante un parloteo grotesco parece iniciar la dislocación de sentimiento que ha comenzado y que continuará.
Acto II. esc. i. Parlamento de Edmund:
Él respondió,
¡Bastardo desheredado!
Por eso el veneno que se destila en secreto dentro del corazón de Edmund avanza palmo a palmo. ¡Y luego observemos al pobre Gloster,
¡Mi leal y natural muchacho!
como si estuviera alabando el crimen cometido de concebir a Edmund!
Ib. Comparemos el parlamento de Regan
¿Qué, el ahijado de mi padre atentó contra vuestra vida?
¿Aquel a quien mi padre le dio el nombre?
con su violencia masculina
Toda venganza es demasiado poca,
y todavía [no aparece] ninguna referencia a la culpa, sino sólo al accidente, que ella usa como una ocasión para despreciar a su padre. Regan no es, de hecho, un monstruo peor que Goneril, pero tiene, sin embargo, el poder de escupir más veneno.
Ib. esc. 2. Parlamento de Cornwall:
Este es un tipo,
Que en algún tiempo fue elogiado por su aspereza, que se engalana
De una brusquedad impertinente,
De este modo, colocando estas profundas verdades generales en las bocas de hombres como Cornwall, Edmund, Yago y otros, Shakespeare les otorga [a estos personajes], por un lado, fuerza expresiva y, al mismo tiempo muestra cuán indefinida es la aplicación [de esas mismas palabras].
Ib. esc. 3. La locura asumida por Edgar sirve al gran propósito de evitar parte del shock que, de otra manera, le sería causado por la locura verdadera de su padre, y más adelante exhibirá la profunda diferencia entre ambos. Cada uno de los intentos de representar la locura en todo el rango de la literatura dramática, con la singular excepción de Lear, es mero delirio, como especialmente en Otway. En los desvaríos de Edgar, Shakespeare deja todo el tiempo que veamos un propósito firme, un fin práctico a la vista para seguir; en Lear sólo está la amenaza de la propia angustia, un remolino sin progresión.
Ib. esc. 4. Parlamento de Lear:
El rey desea hablar con Cornwall; el estimado padre
Quiere hablar con su hija
[…]
Pero todavía no: quizás él no se sienta bien,
El denodado interés sentido por Lear para intentar ahora encontrar excusas para su hija es más patético.
Ib. Parlamento de Lear:
-Querida Regan,
Tu hermana es malvada; ¡Oh, Regan! Me ha clavado
Su ingratitud, de afilados colmillos, como un buitre, aquí.
Casi no puedo hablar contigo; -no creerías
De qué manera tan depravada – ¡Oh, Regan!
Regan: Os ruego que tengáis paciencia, señor. Tengo la impresión
De que estáis menospreciando sus méritos,
Y no que ella no cumpla con sus obligaciones.
Lear: Dime, ¿cómo es eso?
Nada es tan hiriente al corazón como la fría e inesperada defensa o de una crueldad que hemos sufrido y de la que nos hemos quejado apasionadamente, ni tan expresiva de un absoluto corazón de piedra. Y sentir el excesivo horror de la respuesta de Regan “Oh, señor, eres viejo!”, y luego de su representación del objeto universal de reverencia e indulgencia, presenta la razón de su espantosa conclusión:
¡Dile que te has equivocado con ella!
Todos los defectos de Lear incrementan nuestra compasión por él. Nos negamos a aceptarlos de otra manera que no sea como efectos de su sufrimiento y como agravantes que son fruto de la ingratitud de su hija.
Ib. Parlamento de Lear:
¡Ay, no discutáis sobra la necesidad! Nuestros mendigos más despreciables
Tienen cosas superfluas a pesar de su pobreza.
Observemos que la tranquilidad que le sigue al primer tremendo golpe le permite a Lear razonar.
Acto III. Esc. 4. ¡Oh, la convención de las agonías del mundo está aquí! Toda la naturaleza exterior en una tormenta, toda la naturaleza moral convulsionada: la verdadera locura de Lear, la fingida locura de Edgar, el parloteo demente del bufón, la desesperada fidelidad de Kent.¡ Seguramente una escena así jamás había sido concebida antes, o hasta ese momento! Tomemos [esta escena] como un cuadro, una pintura, sólo para los ojos, [veremos que] es más terrible que cualquiera que Miguel Ángel, inspirado por Dante, podría haber ejecutado. O dejemos que esta escena haya sido expresada para el ciego: los clamores de la naturaleza parecerían convertirse en la voz de la conciencia humana. Esta escena finaliza con el primer síntoma de trastorno positivo; y la intervención de la quinta escena es particularmente prudente, es la interrupción que permite un intervalo para que Lear haga su aparición en su total y absoluta locura en la sexta escena.
Ib. esc. 7. Gloster cegado:
Qué puedo decir de esta escena? Tengo cierta reticencia a pensar mal de Shakespeare, y aún
Acto IV. Esc. 6. Monólogo de Lear:
¡Ah, Goneril, con una barba blanca! Me halagaron como un perro, diciéndome que tenía pelos blancos en la barba antes de tener pelos negros siquiera. Decían “Sí” y “No” a todo lo que yo decía. “Sí” y “No” no era una buena religión. Una vez, cuando me empapó la lluvia,
El trueno se produce, pero todavía a una gran distancia de nuestros sentimientos.
Ib. esc. 7. Monólogo de Lear:
¿Dónde he estado? ¿Dónde estoy? ¿Es pleno día?
He sido engañado. Me moriría de pena
De ver algún otro en este estado.
¡Qué hermoso es la vuelta de Lear a la razón, y y el pathos de estos parlamentos preparan la mente para el último, triste, y sin embargo dulce, consuelo de la sufrida muerte de la vejez!
[Traducción hecha para la Cátedra de Literatura Inglesa (UBA), publicada en https://litinglesa.wordpress.com/2014/10/28/notas-sobre-rey-lear-1817-1818-de-samuel-taylor-coleridge/.Solicite autorización al sitio para reproducciones parciales o totales del documento].
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