Como parte de sus actividades de difusión cultural, la Cátedra de Literatura Inglesa y la Revista Beckettiana organizan el primer encuentro del ciclo «El lugar de la poesía». Están todos invitados.
Mes: noviembre 2014
Sobre la muerte
de Jeremy Taylor[1]
Traducción y notas: Ramiro H. Vilar[2]

La naturaleza nos llama a meditar sobre la muerte a través de aquellas cosas que son el instrumento de su acción; y Dios, mediante la total variedad de su Providencia, nos hace ver la muerte en todos lados, en todas sus posibles circunstancias, ataviada de acuerdo a todos los gustos y a las expectativas da cada persona. La naturaleza nos ha dado una cosecha por año, pero la muerte nos ha dado dos; y la primavera y el otoño envían a multitudes de hombres y mujeres a los osarios; a lo largo de todo el verano los hombres se recuperan de sus males primaverales, hasta la llegada de los días tórridos de la canícula, cuando la estrella de Sirio hace que el verano se vuelva mortal; los frutos del otoño se almacenan para las provisiones de todo el año, y el hombre, que raciona sus alimentos y excedentes y muere y ya no los necesita, se almacena él mismo para la eternidad, y aquél que sobrevive hasta el invierno, solo está a la espera de otra oportunidad en que las enfermedades de esa estación se desaten sobre él en una variedad enorme. Así la muerte reina en todas las porciones de nuestra vida. El otoño con sus frutos nos provee de trastornos que el frío del invierno convierte en agudas enfermedades; la primavera trae consigo flores para esparcir en nuestra carroza fúnebre, y el verano nos brinda el verde césped y los arbustos que han de cubrir nuestra tumba. Las calenturas, el exceso, el frío y la fiebre son las cuatro secciones en que se divide el año y no hay lugar adónde ir sin pisar los huesos de un hombre muerto.
El impetuoso muchacho en Petronio[3] que escapó de la furia de un naufragio sobre una tabla rota, estaba secándose al sol en una costa rocosa cuando divisó a un hombre flotando sobre su lecho de olas, con el lastre de la arena en los pliegues de su ropa, y arrastrado hacia la orilla por su civil enemigo, el mar, dando así con su tumba. Esto hizo que ciertos pensamientos tristes se apoderasen de él y lo hicieran reflexionar que en algún lugar, a salvo, la mujer de ese hombre acaso esperaba la llegada del mes siguiente para el retorno de su buen hombre, o incluso que quizás su hijo nada sabía aún de la tempestad, o que su padre, pensando en el afectuoso beso de su hijo aún tibio en la mejilla desde la tierna despedida, sollozaba con gozo al pensar cuán feliz sería cuando su amado hijo volviese a ser estrechado por su abrazo paternal. Estos son los pensamientos de los mortales, este es el fin y la esencia de todos sus deseos. Una noche oscura y un piloto negligente, un mar tumultuoso y un cable roto, una roca dura y un viento furioso destruyeron en pedazos la fortuna de toda una familia; y ellos, quienes llorarán desesperadamente al saber del accidente, aún no han entrado en la tormenta, aunque sin embargo ya han sufrido su naufragio. Entonces, observando la osamenta, el muchacho lo supo todo y supo que aquél era el capitán del barco que el día anterior se despidió de su patrimonio y de su ocupación y nombró el día en que pensaba regresar a su hogar ¡Vean cómo flota el hombre que se encontraba tan airado dos días antes! Sus pasiones se calmaron con la tormenta, sus cálculos se desvanecieron, sus preocupaciones llegaron a su fin, su viaje terminó y sus ganancias son los extraños eventos de la muerte que, tanto si son buenos como malos, los hombres rara vez consideran como un tema de preocupación en lo que respecta al interés de los muertos.
Es una portentosa transformación la obrada por la muerte de una persona, y solo es visible para nosotros que estamos vivos. Consideremos simplemente la vivacidad de la juventud, las hermosas mejillas y los ojos plenos de la infancia; comparemos el vigor y la poderosa flexibilidad de las articulaciones de los veinticinco años con la palidez mortal, con la repugnancia y el horror de tres días de entierro: percibiremos así que la distancia es enorme y terriblemente extraña. Porque he visto una rosa recién surgida de su capullo, y al principio me ha parecido bella como la mañana, llena del rocío de los cielos igual que los vellones de una oveja; no obstante, cuando una briza más fuerte la ha forzado a abrir su modestia virginal y a desbaratar su retiro demasiado joven e inviolado, empezó a volverse oscura y a menguar su suavidad hasta asumir los síntomas de la enfermiza edad; dobló así su cabeza, quebróse su tallo y, habiendo perdido con la noche sus pétalos y toda su belleza, cayó junto a las malas hierbas y los rostros gastados. El sino de cada hombre y mujer es el mismo: la herencia de los gusanos y las serpientes, descomposición, fría deshonra y un cambio tal de nuestra belleza que nuestros allegados nos desconocerían en poco tiempo; y esa transformación está asociada a tal horror, enfrentándonos con nuestros miedos y débiles discursos, que aquellos que seis horas antes nos cubrieron tanto con servicios tan caritativos como ambiciosos, no pueden, sin arrepentimiento, permanecer solos en el mismo cuarto donde yace el cuerpo despojado de su vida y honra. He leído acerca de un hermoso y joven caballero alemán quien, en vida, a menudo se negaba a ser retratado, pero que para desembarazarse de la insistencia de sus amigos accedió a sus deseos, estableciendo que luego de los días que durase su funeral, ellos podrían enviarle un pintor a su bóveda, y que si aún le encontraban sentido al asunto, aquél podría dibujar la imagen de su muerte volviéndose vida. Así lo hicieron, y hallaron su rostro a medias corrompido y su diafragma y su columna llena de serpientes, y de este modo permaneció retratado entre sus ancestros vestidos con sus armaduras. Así se transforma pues la más hermosa de las bellezas; y entonces ¿qué sirvientes han de atendernos en la tumba? ¿Qué amigo nos visitará? ¿Quién será el que, solícito, despeje la insalubre y húmeda nube reflejada sobre nuestros rostros desde los lados de las criptas sollozantes, que serán las plañideras que más lloren en nuestro funeral?…
Un hombre puede leer un sermón, el mejor y más apasionado que hombre alguno haya predicado, si solo va a entrar a los sepulcros de los reyes. En el Escorial mismo, donde los príncipes españoles viven en medio de la grandeza y el poder, decretando la guerra o la paz, han situado sabiamente un cementerio donde sus cenizas y su gloria habrán de descansar hasta el fin de los tiempos; y donde nuestros reyes han sido coronados, sus ancestros yacen enterrados, de modo que deban caminar sobre las cabezas de sus antepasados para tomar su corona. Hay un acre sembrado con semillas reales, imitación de la más grande de las trasmutaciones, del paso de la riqueza a la desnudez, del cielo raso de los techos a las tapas de los ataúdes, de vivir como reyes a morir como hombres. Basta con enfriar las llamas de la lujuria, reducir la elevación del orgullo, calmar la comezón de los deseos codiciosos, para empañar y destruir los engañosos colores de lo carnal, lo artificial y de la belleza imaginaria. El príncipe belicoso y el pacífico, el afortunado y el miserable, el amado y el despreciado, todos mezclan sus cenizas y pagan su símbolo de mortalidad, diciéndole además al mundo que cuando morimos, nuestras cenizas serán iguales a las de los reyes, nuestras cuentas serán más sencillas, y los dolores causados por nuestras coronas, menores.

Nota del traductor:
Este fragmento forma parte de uno de los libros más famosos de Jeremy Taylor, The Rule and Exercises of Holy Dying, de 1651, sucesor de uno del año anterior, The Rule and Exercises of Holy Living. Su autor, otro de los escritores del siglo XVII que los románticos del XIX revalorizaron, nació en Cambridge en 1613. Se formó en la Universidad de esa ciudad y siguió luego la carrera eclesiástica, en la que obtuvo un rápido ascenso durante el reinado de Carlos I gracias al patrocinio del Arzobispo de Canterbury, William Laud. Ya en 1631 sustituyó como predicador nada menos que a John Donne en la Catedral de San Pablo, y en 1638, nombrado rector de Uppingham, publicó su primera obra, un sermón que había pronunciado en Oxford contra la Iglesia de Roma. En 1642 recibió el grado de Doctor en Teología en Oxford por mandato del rey, de quien fue capellán durante un tiempo. En los años de la Guerra Civil y tras la ejecución de Laud por el cargo de traición (1645), Taylor fue apresado por las fuerzas parlamentarias y pasó una breve temporada en prisión. Los diez años que siguen (el período del Protectorado de Cromwell) lo encuentran bajo la protección del conde de Carbery en su retiro de Golden Grove, Carmarthenshire, escribiendo sus obras más importantes. De 1646 es su Discourse concerning Prayer Ex tempore, ampliado luego bajo el título de An Apology for Authorized and Set Forms of Liturgy (1649). Publicó también en esos años un tratado en defensa de la tolerancia religiosa, Liberty of Prophesying (1647) y una vida de Cristo, The Great Exemplar (1649). En la misma época de Holy Living y Holy Dying publicó dos colecciones de sus sermones y un manual litúrgico, The Golden Grove (1955). Tras la restauración monárquica de 1660 Taylor fue enviado a Irlanda del norte como obispo de las diócesis de Down y Connor, y luego de Dromore, lugar en el que fue enterrado tras su muerte en 1667.
Las historias de la literatura inglesa suelen dar a Taylor el lugar de “maestro de la prosa”, hecho que tal vez se deba a que fue dueño de un estilo que podría ubicarse en una suerte de punto medio entre la exuberancia barroca y oscura de Donne y el tono más sereno (aunque muy complejo también) de Thomas Browne. La obsesión de Donne por el pecado y la ruina (cf. las Devociones o los Sermones), tan próximo a veces al determinismo calvinista, se va atenuando en la prosa de Taylor, en quien predomina un temperamento más moderado y conciliador, si bien sustancialmente revisita los mismos tópicos que toda la literatura de su época. Claramente su temperamento difiere del de Donne, y en lo que respecta a Browne, la afinidad parece apoyarse en una cierta intención didáctica presente de algún modo en la Religio Medici o la Hydriotaphia. Pero en los textos de Browne quien habla es el hombre de ciencia y el buen cristiano, no el predicador que quiere salvar las almas de los fieles, cosa que sí fueron Donne y Taylor.
Lo que sí une a estos tres autores es esa mirada alegórica que Walter Benjamin estudió en relación con la literatura alemana de ese mismo período, a partir de la noción de Historia-Naturaleza (Natur-Geschichte). Se trata de esa mirada propia del melancólico que no puede evitar ver en la naturaleza un proceso análogo al de la historia, y en el acaecer histórico, un proceso natural de decadencia y ruina. Esto es evidente desde el comienzo mismo del texto de Taylor que aquí traducimos, autor para quien la vida humana es equiparable a las estaciones del año entendidas como “camino de ineluctable decrepitud”, en palabras Benjamin en su Origen del Trauerspiel alemán. La historia, la vida humana misma en lo que tiene de histórico a la vez que de natural, se vuelve así, para estos autores del siglo XVII, una “historia del sufrimiento del mundo”, ante lo cual solo queda, como de algún modo proponen Donne y el resto, ejercitar el recto vivir y ese “sagrado morir” que Taylor quiere enseñar a su congregación en ese memento mori que es su obra.
Bibliografía
BENJAMIN, Walter. Origen del Trauerspiel alemán (trad. de Carola Pivetta). Buenos Aires: Gorla, 2012.
BUSH, Douglas. English Literature of the Earlier Seventeenth Century. Oxford: Clarendon Press, 1946.
CAXTON-BELLOC. A Century of Englis Essays / introduction by Ernest Rhys, Dent-London: Everyman’s Library, 1965 (first collected in Everyman’s Library, 1913).
LEGOUIS, E. y CAZAMIAN, L. A History on English Literature, 650-1947. London: Dent & Sons, 1947.
RICKS, Christopher (ed.). English poetry and Prose, 1540-1674 (History of Literature in the English Lenguage, vol. 2). London: The Sphere Books, 1970.
[1] Respecto a la inserción del autor en la literatura inglesa, nos remitimos a la “Nota del traductor” que publicamos a continuación del texto.
[2] Ramiro H. Vilar es traductor, Profesor de Historia y está por concluir sus estudios en la Carrera de Letras de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Es adscripto a la Cátedra de Literatura Inglesa con un proyecto de investigación orientado al análisis de la obra de Thomas Browne.
[3] Referencia a El Satiricón de Petronio (siglo I d. C.), primera parte, capítulo 115, en el que un joven que se ha salvado de un naufragio y ha pasado la noche en la choza de unos pescadores, contempla a la mañana siguiente un cuerpo arrastrado por la corriente y se pregunta “¿Quién sabe –exclamé– si en algún rincón del mundo no están esperando a este hombre una esposa confiada o un hijo que no sabe de naufragios? Sin duda habrá dejado en todo caso a un padre a quien dio un beso de despedida. ¡He ahí los proyectos de los pobres mortales, los anhelos de las grandes ambiciones! ¡Ahí tenéis al hombre: ved cómo lo lleva el agua!” (Traducción de Lisardo Rubio Fernández, Madrid: Planeta-De Agostini, 1997, p. 162). N. del T.