Explicar con palabras de este mundo que he soñado contigo: la experiencia onírico-amorosa y su desarticulación del lenguaje en Orlando de Virginia Woolf y A Midsummer Night’s Dream de William Shakespeare
por Candelaria del Barco Billoni[1]
Los territorios custodiados por Eros y Morfeo están atravesados por una serie de ejes cuyo análisis permite identificar zonas de correspondencia y roce entre las experiencias de lo onírico y de lo erótico-amoroso. La disolución de las identidades que es perpetrada en estos ámbitos, la consiguiente volatilidad de los seres, el hecho de que ambas dimensiones funcionen como puertas de acceso a distintos tipos de conocimiento e impliquen, ante todo, la subversión de las normas –morales, sensoriales, incluso temporales– propias del ámbito de la vigilia y la razón, constituyen algunos de los aspectos susceptibles de ser rastreados tanto en Orlando de Virginia Woolf como en A Midsummer Night’s Dream de William Shakespeare. Pero las zonas de contacto no se agotan en lo señalado: otro elemento a considerar –quizás el más sugerente o, en todo caso, aquel sobre el cual el presente trabajo se propone hacer particular énfasis– es la denuncia de la imposibilidad de comunicar, lenguaje mediante, las experiencias ancladas en estas esferas. El derrotero, empero, no será absoluto: mediante diversas operaciones de desarticulación, la palabra, al tiempo que exhibirá su insuficiencia a la hora de dar con eso que la excede, recuperará en su materialidad algo de aquellas dinámicas que, como el deseo, se manifiestan siempre inaprehensibles, siempre esquivas.

A la hora de rastrear las zonas de contacto que ponen en diálogo a ambos espacios, resulta pertinente recuperar el ejercicio que Henri Bergson, con el fin de dar a conocer “la materia principal donde se delinean nuestros sueños” (Bergson, 2015: 19), ha formulado al inicio de su texto La construcción del sueño. Allí, se propone al lector cerrar los ojos y percibir qué es lo que sucede con toda aquella “fantasmagoría” a la que se abre (se cierra) el campo de visión. Las impresiones susceptibles de ser percibidas por el sujeto son descriptas por el autor en los siguientes términos:
Primero, en general, un fondo negro.
Sobre este fondo irán y vendrán destellos ocasionales.
Descenderán y ascenderán lentos y adormecidos.
Con mayor frecuencia: puntos de colores. (…)
Estos puntos se expanden y contraen, cambian su forma y su color. Se desplazan. A veces el cambio es lento y gradual; a veces, un torbellino vertiginoso (ibíd., 18).
Si bien Bergson reconoce que otros factores de índole externa influyen en la conformación del sueño debido a que, mientras el sujeto duerme, los sentidos –si bien con menor precisión– continúan actuando, lo cierto es que el filósofo destaca como componente esencial, como materia prima de la actividad del soñar, aquellas “impresiones subjetivas” (ibíd., 28) –es decir, internas– de carácter visual que denomina texturacolor y, en este sentido, afirma que “nuestros sueños son, casi todos, visuales, incluso más visuales de lo que pensamos” (ibíd., 24). Pero esta preponderancia de lo ocular, lejos de restringir su campo de operación al ámbito de la producción onírica, se presentará asimismo, en A Midsummer Night’s Dream, como elemento constitutivo de la experiencia del amor.
Así, en la obra de Shakespeare no solo ocurre que el brebaje de la flor de pensamiento que Puck, por orden de Oberón, unge sobre los ojos de los jóvenes atenienses provoca como efecto inmediato que uno se enamore loca, perdidamente de “the next live creature that it sees” (Shakespeare, 1992: 173), sino que, además, es precisamente a partir de este hecho que una sustancial diferencia respecto del modo en que el amor se desenvuelve en el ámbito de la vigilia y de la ley –la ciudad, donde las fuerzas del deseo son contenidas por la institución del matrimonio– puede ser establecida. En este sentido es que en el primer acto (cuando ninguno de los personajes ha huido aún hacia el bosque ni ha sido, por lo tanto, sometido a los vaivenes del amor desenfrenado), Helena afirma: “Love looks not with the eyes, but with the mind, / And therefore is wing’d Cupid painted blind” (ibíd., 171). En palabras de la joven el amor no responde –no responde todavía– a la voluntad de un órgano sensorial que, como se podría alegar desde una perspectiva racionalista, conduce, debido a su condición imperfecta, a inevitables atropellos, y este hecho, en la medida en que lo supone adiestrable, contenible y aun susceptible de ser razonado, lo desentiende del ámbito nocturno, onírico y pagano en el que podrá expandirse en todo su capricho y arbitrariedad y en el que podrá, motivado exclusivamente por la persecución del goce, fluir ligero y concretarse.
Jan Kott sostiene que, en el Sueño, es la ceguera la que “da realización y éxtasis” (Kott, 1969: 265), y esta afirmación posibilita considerar que la singularidad de la operación shakesperiana consiste, entonces, en sintetizar en la vista –elemento central en términos de la construcción del relato– la contradicción inherente a una experiencia que, en su búsqueda desenfrenada del placer, ha surcado las fronteras de la ley, del matrimonio y de la razón. En el bosque nocturno, ver y volverse ciego son, así, una misma cosa, y en la constatación de esta simultaneidad es donde se cifra la esencia misma de un deseo al que, volátil e inestable, le basta con satisfacerse momentáneamente para confirmar su eterna condición irrealizable.
Bergson señala también que, al momento de producir nuestros sueños, la texturacolor –el cúmulo de impresiones confusas de que disponemos– resulta insuficiente: durante el proceso de conformación de la experiencia onírica opera asimismo una “forma que imprime decisión sobre la indecisión de ese material” (Bergson, 2015: 29), y esa forma es la memoria. En este sentido, el autor afirma que “son los recuerdos, y solo los recuerdos, quienes mecen la red onírica, aunque a veces no los reconocemos” (ibíd., 30), y agrega, además, que esta delineación mutua entre memoria y material no es exclusiva del sueño: durante la vigilia, el mecanismo de funcionamiento de nuestra percepción es “casi de la misma naturaleza” (ibíd., 37). La diferencia entre percibir y soñar reside, entonces, en que mientras el sujeto duerme se ve desembarazado del esfuerzo continuo de asimilación entre impresión y recuerdo que es necesario que realice durante la vigilia para que el fragmento de memoria seleccionado calce dentro de la acción actual que es llevada a cabo. De este modo, debido a que al soñar no es menester elegir a cada minuto entre la multiplicidad de fantasmas que se alojan en nuestra mente, los recuerdos, motivados por una impresión primera de carácter visual y liberados de la tensión diurna, pueden fluir sin restricciones, hecho que explica, según el autor, una de las características principales del sueño: la incoherencia.
Determinados pasajes del capítulo primero de Orlando resultan, a la luz de estas consideraciones, particularmente sugestivos. Un análisis del modo en que se narra la relación amorosa que el joven noble mantiene con Sasha, la princesa moscovita, posibilita el establecimiento de una serie de correspondencias entre el modo en que la experiencia onírica se construye y la forma en que la presencia de la amada es asimilada por el protagonista. Así, cuando Orlando ve por primera vez a la extranjera, las impresiones que su figura suscita son descriptas por el biógrafo de la siguiente manera:
Images, metaphors of the most extreme and extravagant twined and twisted in his mind. He called her a melon, a pineapple, an olive tree, an emerald, and a fox in the snow all in the space of three seconds; he did not know whether he had heard her, tasted her, seen her, or all three together. (For though we must pause not a moment in the narrative we may here hastily note that all his images at this time were simple in the extreme to match his senses and were mostly taken from things he had liked the taste of as a boy […]) (Woolf, 2019: 17).
Respecto de la representación de la figura femenina, cierta dinámica onírica puede reconocerse no solo en la medida en que, a raíz de un estímulo determinado –esto es, la contemplación de Sasha–, una multiplicidad de imágenes es convocada a un juego de superposiciones que, en su aparente inconexión, remite –aunque no sea sino remotamente– a la técnica surrealista del collage, sino asimismo porque esas imágenes son recuperadas desde la profundidad de los recuerdos infantiles de Orlando. El procedimiento asociativo opera, entonces, como un medio de autoconocimiento; la contemplación de Sasha, en tanto elemento que impulsa un viraje hacia la interioridad del personaje, comporta sobre Orlando, desde una perspectiva freudiana, un efecto análogo al del sueño. Para decirlo con Bergson, sucede que “vivimos fuera de nosotros” y que el sueño (o, en este caso, una mujer) logra que podamos, aunque sea por un instante, “adentrarnos en retiro” (Bergson, 2015: 27).
Cierta percepción particular del tiempo posibilita, también, la identificación de correspondencias entre la narración de este primer encuentro y el acto de soñar. En este sentido, dos hechos resultan sugerentes: por un lado, que las imágenes que se precipitan sobre Orlando se sucedan en un lapso sumamente breve (nada más que tres segundos); por el otro, la confusión que se deriva de la aparente simultaneidad de sus percepciones sensoriales. Orlando no sabe si escucha, si gusta o si ve a la princesa, o si hace las tres cosas a la vez: a la manera de un sueño, la figura de Sasha corrompe la percepción lineal del tiempo propia del ámbito de la vigilia. Los sentidos afectados y los tiempos subvertidos, el amante ya no puede, siquiera, sostenerse en su hic et nunc; la consiguiente disolución de la identidad a la que lo conducirá inevitablemente la experiencia del amor –y que alcanzará su punto cúlmine con la transformación de su sexo– es planteada, ya en este momento, como su único destino posible.
Pero la representación onírica de la figura de Sasha no se limita al pasaje citado; muy por el contrario, esta caracterización constituye una constante a lo largo del texto. Así, una vez entablado el vínculo amoroso entre Orlando y la princesa, se narra de qué manera:
[Orlando] would try to tell her –plunging and splashing among a thousand images […]– what she was like. Snow, cream, marble, cherries, alabaster, golden wire? None of these. She was like a fox, or an olive tree; like the waves of the sea when you look down upon them from a height; like an emerald; like the sun on a green hill which is yet clouded –like nothing he had seen or known in England. Ransack the language as he might, words failed him. He wanted another landscape, and another tongue (Woolf, 2019: 23).
Un paralelismo entre ambos fragmentos y el modo en que la teoría psicoanalítica postula la interacción entre el contenido manifiesto y las ideas latentes durante el proceso de construcción del sueño (Traumarbeit) puede establecerse no solo porque, según Freud, “[Las ideas latentes] se muestran representadas simbólicamente por medio de comparaciones y metáforas, como en un lenguaje poético, rico en imágenes” (Freud, 1985: 31), sino asimismo debido a que las imágenes suscitadas por la princesa exhiben, en su proliferación, una dinámica similar a la de la condensación (Verdichtung). La recuperación del esquema freudiano es entonces pertinente en la medida en que, aquí también, dos planos parecieran coexistir: el de las imágenes rescatadas por Orlando, por un lado, y el de la princesa en tanto trasfondo –idea idealizada– al que esas imágenes remiten, por el otro. Pero, a diferencia de lo que podría ocurrir análisis mediante, el lenguaje es aquí presentado como un medio estéril a la hora de dar con el elemento velado, a la hora de aprehender aquello que subyace a la superficie en que las imágenes, sin aparente correlación, se suceden: el biógrafo declara, sin más, que el inglés “was too frank, too candid, too honeyed a speech for Sasha. For in all she said, however open she seemed and voluptuous, there was something hidden; in all she did, however darling, there was something concealed” (Woolf, 2019: 23).
Pero más allá de esta denuncia explícita, ensayar cierto acercamiento crítico permite considerar que, como contrapartida, la exposición de esa inviabilidad se concreta también –de manera menos evidente y, sin embargo, más efectiva– en la materialidad misma del texto; precisamente, en una concatenación de comparaciones que mediante un dinámico fluir de imágenes instaura una cadencia a través de la cual un movimiento de constante aproximación, signo del afán por apresar un elemento en fuga perpetua, se trasluce. El like, like, like marca, así, el tiempo fuerte que inaugura el derrotado compás al que se ajusta la prosa, y ese ir detrás de acaba por disolverse pronto, porque de inmediato se asume como un imposible. El fracaso, empero, no es absoluto: si bien la palabra se ve inevitablemente frustrada en su propósito de dar con lo que ansía nombrar, ésta consigue –he aquí el consuelo– recuperar parte de la condición esquiva de aquello que no puede definir. Volcar en palabras lo que la misteriosa princesa llegada desde las tierras del Este representa para Orlando es un imposible; sin embargo, el lenguaje puede (debe) contentarse con asir en su forma, al momento de realizar ese esfuerzo que acaba por exhibirlo irreversiblemente finito, algo de la naturaleza inestable, huidiza y oscura de aquello que lo excede, de aquello que, siguiendo a Lacan, constituye el ágalma del ser amado. En su propósito de alcanzar esa zona no identificable sobre la que el deseo se posa, el lenguaje acaba por atravesarse él mismo de deseo.
La idea de inefabilidad asociada al erómenos es recuperada por Barthes en Fragments d’un discours amoureux. Allí, el autor sostiene que, “atopique, l’autre fait trembler le langage : on ne peut pas parler de lui, sur lui ; tout attribut est faux, douloureux, gaffeur, gênant : l’autre est inqualifiable” (Barthes, 1977: 32). Barthes, desde la conciencia plena de esta imposibilidad, postula la existencia hipotética de un lenguaje de lo Imaginario que sí podría aprehender la esencia del otro al que se ama: “Le langage de l’Imaginaire ne serait rien d’autre que l’utopie du langage ; langage tout à fait originel, paradisiaque, langage d’Adam” (ibíd., 115). El autor coincide parcialmente con el biógrafo de Orlando, pero, lejos de limitar su denuncia a una lengua en particular, arrastra su convicción hasta el terreno de lo absoluto: para definir al otro se necesita otra lengua, pero esa lengua está perdida para siempre.
Barthes, por otro lado, reconoce como unas de las características propias del sujeto amante el hecho de que siempre se trata de alguien que espera –“Suis-je amoureux? –Oui, puisque j’attends” (ibíd., 49)– y, al tiempo en que vincula el acto de la espera con la quietud –“L’attente est un enchantement: j’ai reçu l’ordre de ne pas bouger” (ibíd., 48)–, traza un esquema en el que a la figura del amado le corresponde el papel de aquél que está en continuo movimiento. Mientras el amante se restringe al escenario de la espera, el otro puede venir, puede dar vueltas, puede irse para siempre: “L’autre, lui, n’attend jamais” (ibíd., 49) (la escena del abandono de Orlando ilustra, en este sentido, el modo en que la princesa se le escapa no solo en términos de aprehensión lingüística sino asimismo en el plano de lo estrictamente físico). Pero considerado lo expuesto, resulta lícito afirmar que, aquí, L’Attente no se vincula únicamente al acto de attendre quelqu’un: a diferencia de attendre, que halla sus raíces en el latín attendere, su equivalente en español, “esperar”, proviene de la forma sperare y por lo tanto comprende otra acepción que arrastra de su raíz: “tener esperanza”. El verbo en francés se desentiende del matiz de significado que la forma en español conserva y que bien puede relacionarse con los ejercicios de aproximación lingüístico-literaria que Orlando ensaya en búsqueda de una definición: el amante, donc, n’attend pas uniquement; il espère, aussi (il y a de l’espoir dans la langue), y esta esperanza es motor de la escritura.
Esta exposición de la finitud del lenguaje también se hace presente en el Dream shakesperiano. Aquí, como se ha sugerido, la relación entre sueño y amor es una relación de necesidad: el bosque, portal de acceso a la dimensión onírica, es el único espacio en el que el deseo logra despojarse de las restricciones que el ámbito diurno le impone y puede, entonces, fluir sin detenerse en ningún punto. De este modo, la identidad de los amantes, en la medida en que se constituyen como meras figuras intercambiables, acaba por disolverse. Como señala Kott, “los amantes apenas están diferenciados. Las jóvenes se distinguen, en el fondo, sólo por su estatura y el color de su pelo” (Kott, 1969: 260); la volatilidad es, al fin, lo único que define a los sujetos: el precio de la entrega al deseo es la disolución de la individualidad.
Pero el deseo no solo desdibuja los límites que delinean a los sujetos, sino, asimismo, las fronteras que diferencian a lo animal de lo humano: en su desencadenado fluir, el deseo alcanza oscuras, apartadas zonas que incorporan la dimensión de lo bestial. Una “simbólica animal del erotismo” (ibíd., 266) se despliega no solo en los parlamentos de Elena en los que se la presenta reducida a la condición de un servil perro, sino también –y especialmente– en el encuentro erótico entre Titania y Bottom, quien, transformado en asno, se erige como la figura que alude con mayor ostentación a la potencia sexual. Respecto de este encuentro, Kott afirma: “la etérea, la tierna y lírica Titania desea un amor bestial. (…) Éste es el amante que ella quería, con el que soñaba. Sólo que nunca lo quiso confesar” (ibíd., 271). El sueño, en la medida en que “libera de los frenos interiores” (ibíd., 271), permite asumir aspectos del deseo que de otro modo permanecerían vedados; pero una vez concluida, aquella experiencia, por única y transgresora, no puede ser puesta en palabras. Bottom declara entonces:
I have had a most rare vision. I have had a dream, –past the wit of man to say what dream it was: man is but an ass, if he go about to expound this dream. Methought I was –there is no man can tell what. Methought I was, and methought I had, –but man is but a patched fool, if he will offer to say what methought I had. The eye of man hath not heard, the ear of man hath not seen, man’s hand is not able to taste, his tongue to conceive, nor his heart to report, what my dream was (Shakespeare, 1992: 185).
Independientemente de la explícita mención de la imposibilidad de relatar el sueño que ha tenido, resulta sugerente que, aquí también, la dinámica asociada al desordenado fluir de un deseo exento de cualquier tipo de fijación encuentra un eco en la disposición de los elementos del enunciado: a distintos órganos y partes del cuerpo les son atribuidas funciones que no les corresponden. La imposibilidad de verbalizar la experiencia onírico-amorosa desarticula la sintaxis, y el lenguaje, en la confusión que erige mediante su desarticulación, recupera parte de la (i)lógica del inenarrable sueño erótico. La palabra no comunica, pero se acerca a aquello ante lo que se la denuncia insuficiente; la palabra actúa y en acto se deshace, y es precisamente a partir de este desgarrarse que no solo retoma en su constitución una dinámica cuya aprehensión conceptual le escapa sino que, también, alberga en sí parte de la violencia que, siguiendo a Bataille, es propia de todo acto erótico. El sinsentido, palabra violentada mediante, acaba por convertirse en el sentido del texto.
En su comentario acerca de la comedia shakesperiana, Eagleton ha afirmado que “to love is to live an imaginary identification with another, so that identity is always at once here and elsewhere (…); but if the self is always elsewhere it can err and be misappropriated, plunging you into self-estrangement” (Eagleton, 1986: 23). El amor supone una amenaza latente y constante a la identidad del sujeto que ama, del sujeto que se abre al encuentro con el otro. Pero este quiebre de un orden cerrado en sí mismo –quiebre del yo– como inevitable consecuencia de la aproximación a lo ajeno no se traduce únicamente en la puesta en duda de la capacidad del lenguaje de nombrar aquello que en su diferencia acomete contra lo preestablecido, sino que, también, ataca el núcleo mismo del lenguaje comprendido en términos saussureanos. Así, en el texto de Shakespeare, además de la serie de desplazamientos sintácticos a los que se ha hecho alusión, resulta posible rastrear procedimientos de desarticulación del lenguaje que se posan directamente sobre la relación de correspondencia entre significado y significante. Como afirma Helena, “Things base and vile, holding no quantity / Love can transpose to form and dignity” (Shakespeare, 1992: 171), y esta percepción distorsionada que es consecuencia del acto de amar comporta necesariamente una resignificación de los términos, un viraje de la palabra en relación con su designado que adopta la forma de una inversión. De esta manera, en los diálogos entre Bottom y Titania, personaje que ingresa “más profundamente en la oscura zona del sexo donde dejan de existir la belleza y la fealdad, donde sólo quedan el frenesí y la liberación” (Kott, 1969: 271), la bestia abandona su condición a los ojos de la reina enamorada para transformarse, ahora, en su sweet love, su gentle joy (ibíd., 182). La cabeza de asno en el cuerpo del hombre se desentiende de su deformidad para ser, por efecto del amor, la imagen misma de la belleza: una “sleek smooth head” con “amiable cheeks” y “fair large ears” (ibíd., 182). Lo monstruoso se nombra, entonces, con palabras que de otro modo le serían extrañas.
Estas inflexiones vinculadas a la relación entre palabra y designado no se reducen, sin embargo, al movimiento de inversión que ha sido señalado. Por el contrario, puede suceder también que el vínculo entre significado y significante se aleje de tales mecanicismos para adoptar en su lugar, contenido por la soltura que le propicia el marco de un amor correspondido, la expansiva postura de querer abarcar lo múltiple, lo minúsculo y lo infinitamente preciso, como sucede cuando, en el capítulo quinto de Orlando, se narra el encuentro del protagonista –que, en este punto de la narración, ya se ha transformado en una mujer– con quien será su marido: el hombre del “wild, dark-plumed name” (Woolf, 2019: 147), Marmaduke Bonthrop Shelmerdine.
De la escena resulta especialmente sugerente, además de la particularidad del nombre propio (exacerbación de la extrañeza que supone el encuentro con el otro), el hecho de que, apenas pasados unos minutos desde su primer intercambio de palabras, los personajes se comprometen. Nuevamente, la percepción del tiempo se altera en la vivencia. Pero sucede incluso más: sobre el nombre del otro opera un proceso de resignificación que despoja a la palabra de su designado original para arrastrarla hacia otras zonas de significado que denotan un singular grado de alcance: mediante el nombre de su amado (y solo a partir de este nombre, como si la existencia del otro fuese la condición necesaria para este ejercicio expansivo, para este impulso por conquistar lejanas tierras de significado), Orlando puede referir a una multiplicidad de sentimientos, anhelos y disposiciones de espíritu que, por su sutileza y su especificidad, parecería imposible alcanzar por otra vía. Así, cuando Orlando se dirige a su esposo a través de la abreviatura “Mar”, el biógrafo realiza la siguiente aclaración:
Here it must be explained, that when she called him by the first syllable of his first name, she was in a dreamy, amorous, acquiescent mood, domestic, languid a little, as if spiced logs were burning, and it was evening, yet not time to dress, and a thought wet perhaps outside, enough to make the leaves glisten, but a nightingale might be singing even so among the azaleas, two or three dogs barking at distant farms, a cock crowing –all of which the reader should imagine in her voice” (ibíd, 150).
En la misma línea, el narrador explica a continuación: “when she called him by his second name, ‘Bonthrop’, it should signify to the reader that she was in a solitary mood, felt them both as specks on a desert, was desirous only of meeting death by herself […] and so saying ‘Bonthrop’, she said in effect, ‘I’m dead’” (ibíd., 152). El nombre propio, entonces, deja de ser un simple vocativo para convertirse en un elemento en el que se condensan una serie de significados de orden más complejo y, sobre todo, más íntimo. A la manera de las palabras portmanteau cuyas múltiples y arbitrarias acepciones Humpty-Dumpty explica a Alicia en el capítulo en que se narra su encuentro, aquí el nombre de la persona amada amplía su alcance para incorporar, en sí, nuevos y variados significados. La operación es, además, bilateral, pues para Bonthrop, “Orlando” remite no solo a Orlando, sino también a “the bowing and swaying of bracken as if something were breaking through; which proved to be a ship in full sail, heaving and tossing a little dreamily” (ibíd., 153).
Terry Eagleton ha señalado respecto de la sexualidad que “if [it] is anarchic, then it would seem to require a repressive, external authority to keep it firmly in place” (Eagleton, 1986: 20). En el sueño de Shakespeare, la autoridad externa está representada por las figuras de Teseo y Egeo, y el marco represivo que contiene el desenfreno y la anarquía del erotismo y el amor es, como se ha indicado, el matrimonio; en el ámbito lingüístico, si se admite un paralelismo entre sexualidad y lenguaje, el marco está pautado por la convención social. Pero en la medida en que los sujetos se despojan (porque sueñan que aman o porque aman y entonces sueñan) de esas restricciones, las (im)posibilidades comunicativas se expanden, y una parte significativa del acto de amar parece ser entonces el impulso de crear otra lengua.
La disolución de un orden cerrado en sí mismo como inevitable consecuencia del encuentro con lo ajeno se traduce, como se ha sostenido, en la puesta en duda de la capacidad del lenguaje de comunicar aquello que, en su diferencia, supone un quiebre de las categorías relativas a lo precedente. La denuncia de la imposibilidad de hablar en términos absolutos acerca del otro –o de lo que se vive con el otro–, de definirlo y de aprehenderlo lenguaje mediante es, por lo tanto, una constante en los textos trabajados. Pero la exhibición de esta incapacidad no se restringe a su mera enunciación: las experiencias onírico-amorosos provocan un colapso tal de las formas que, si bien no siempre conduce al feliz florecimiento de un nuevo idioma, exhibe necesariamente, por vía de la desarticulación, la necesidad de despojarse de lo heredado, de aquello que ya no basta para asir lo nuevo, lo deslumbrante, lo desequilibrador que supone una aproximación a lo radicalmente distinto. Hablar de amor requiere, entonces, por parte del amante –que es, siguiendo a Barthes, siempre quien escribe–, desviar al lenguaje de sus pretensiones comunicativas para involucrarlo en un juego en el que su materialidad ha de constituir la evidencia del desgarro que supone ir detrás de aquello que no puede alcanzarse, ya sea agotándose en la repetición de un movimiento que no da con nada, ya sea mutilando su estructura al punto de no poder crear más que sinsentido. El lenguaje actúa, entonces, en la medida en que asume en su constitución esa imposibilidad; el lenguaje se violenta y se empapa de deseo y demuestra, así, que ante el afán por comunicar acontecimientos que escapan a la lógica mundana (sean hechos de amor, sean hechos de sueño), la única alternativa posible es ir en busca de un medio que no responda, tampoco, a los rígidos, limitados términos que nos ofrece este mundo.
Bibliografía:
BARTHES, Roland. Fragments d’un discours amoureux. París: Éditions du Seuil, 1977.
BERGSON, Henri. La construcción del sueño. Trad. de Fernando Correa Navarro. Santiago de Chile: Alquimia Ediciones, 2015.
EAGLETON, Terry. “Desire: A Midsummer Night’s Dream, Twelfth Night”, en: William Shakespeare. New York: Basil Blackwell, 1986.
FREUD, Sigmund. La interpretación de los sueños. Trad. de Luis López-Ballesteros. Barcelona: Planeta – De Agostini, 1985.
KOTT, Jan. “Titania y la cabeza de asno”, en: Apuntes sobre Shakespeare. Barcelona: Seix Barral, 1969.
SHAKESPEARE, William. “A Midsummer Night’s Dream”, en: Illustrated Stratford Shakespeare. London: Chancellor Press, 1992.
WOOLF, Virginia. Orlando. Helvoirt: Heritage Books, 2019. Disponible en: https://www.amazon.com/-/es/Virginia-Woolf-ebook/dp/B009XY5G80?asin=B07XDJVK69&revisionId=&format=2&depth=1
[1] Candelaria del Barco Billoni es alumna avanzada de la Carrera de Letras de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA) y produjo este escrito a partir de su propuesta para el final de la materia. Contacto: candelariadelbarco@gmail.com