Escritos ingleses sobre música. «Prólogo»[1]
de Pablo Massa[2]
En 1711 Addison observó que si bien los ingleses de su tiempo no poseían el mismo genio para la música que los italianos, podían jactarse en cambio de mayores méritos en otras artes “de más elevada naturaleza”, a saber, la literatura. En 1828, cuando la música ya no era sólo el agradable papel tapiz de Kant, sino el lenguaje primero del alma hacia el que todas las otras artes tendían de manera ideal, la reflexión del anónimo redactor del Mirror londinense era harto más melancólica: “¿Por qué los ingleses no somos un pueblo musical?”. En aquel momento, la “islita ordenada” –como la llamaba Byron desde su rencoroso exilio veneciano– ya había engendrado a Dunstable, Byrd, Tallis y Purcell. Pero, aunque en 1828 ya había historias de la música a disposición del lector curioso, apenas había sentido y perspectiva histórica de ella. La arqueología musical era todavía una ocupación extravagante (romantick, como se decía en aquel tiempo), tanto que protestar al afligido caballero del Mirror los nombres de Dunstable, Byrd y Tallis como argumentos en contra de su discutible encabezado habría parecido poco menos que un capricho. De todos modos, a partir del siglo XVIII los ingleses se quejaron a menudo y por escrito de que alguna divinidad les había privado de genio para la música. Conviene desconfiar: se trata del mismo demiurgo que, según ellos, les negó el Quijote (nunca pudieron comprender que ese libro se hubiera escrito fuera de la isla) y una gran escuela nacional de pintura, pues según dice el mismo redactor del Mirror, nadie soñaría en comparar a Reynolds con alguno de los maestros italianos del siglo XV. Incluso llegaron a creer tal como nosotros en alguna época, que su lengua “no es musical” a diferencia del italiano, y así un tal Pinkerton, según cuenta De Quincey, propondrá mezclar la morfología de ambos “para mejorar el sonido” del inglés.
Los textos de este libro hablan de estas y de otras cosas. A veces no es la música el objeto principal del discurrir del autor (aunque empiece o termine con ella) lo que, me parece, es una característica de los escritos sobre música de todas las épocas y todos los idiomas. El criterio que los ha reunido es tan arbitrario como el de cualquier otra compilación: a la hora de seleccionar los textos procuramos variedad en el origen, período histórico y punto de vista. Y dentro de este rango, quisimos combinar textos “clásicos” con otros que prefieren el lado de la sombra. De los diez caballeros que escriben en este libro, solo dos fueron músicos más o menos profesionales (Ravenscroft y Burney), quienes rompen lanzas para defender su oficio de corrupciones y calumnias diversas. Los otros fueron escritores y, tal vez con mejor prosa, no todos apreciaron en exceso aquello sobre lo que en este caso se explayan, como ya observará el lector en los escritos de Lamb y Addison.
Una recopilación similar a la que aquí presentamos, pero de textos alemanes, incurriría en nombres eminentes cuya sola mención ya abunda. Los alemanes siempre han escrito demasiado en serio acerca de la música. El alemán no parece el mejor campo donde mostrar la relación entre música y lenguaje literario pues allí, más que en ningún otro idioma, parece consumada esa boda mística en la que tenemos la impresión de que la palabra va a correr el velo de cierta verdad esencial acerca de su objeto. Creemos allí que la música en verdad necesita de la palabra. En el alemán, ese matrimonio es tan ilusorio como en las otras lenguas, pero parece digno a fuerza de historia, de tradición y de genio. La versión menos elegante de Schoenberg no es una hipóstasis del Leverkuhn de Thomas Mann apenas por una cuestión de género literario.
Llegados a este punto, antes que reflexiones como la anterior tal vez agradecerá el lector alguna noticia acerca de los caballeros que mencionamos arriba, cosa conveniente pues dentro de un instante habrá de conversar con ellos.
De la vida del Dr. John Case no se sabe gran cosa. De hecho, tampoco es seguro que haya escrito la Alabanza de la música, cuyo capítulo IV presentamos aquí. Sin embargo, los editores modernos convienen (no sin reserva) en aceptar esta atribución debido a que así figura en la primera edición de Joseph Barnes (Oxford, 1586)[3].1 Case era un profesor de Oxford, erudito en Aristóteles, quien escribió además otras obras apologéticas en latín acerca de la música, atacada en su tiempo por el celo puritano; de ahí el tono polémico que el lector encontrará en los últimos párrafos de su escrito. Conviene tener presente que esos antagonistas contra los que Case bate el parche, por fantasmales e inofensivos que puedan parecernos a nosotros hoy en día, fueron en su tiempo muy de carne y hueso, y ya que estamos, más dados a prenderle fuego a las cosas (hombres y objetos) que a teorizar sobre ellas.
Thomas Ravenscroft, en cambio, fue un compositor notable en su tiempo, sobre todo por la compilación del Whole Book of Psalmes (1621), en el que reunió composiciones propias y ajenas sobre el salterio completo. No obstante, sus obras cayeron en el olvido y no se las ha vuelto a reeditar y tocar sino hasta hace algunos años[4]. Fue coreuta de la iglesia de Saint Paul y luego Bachelor of Musicke por Cambridge. En el Breve Discurso (1614), una parte de cuyo “Prefacio” reproducimos en este libro, Ravenscroft compila unas veinte piezas de música vocal propias y de otros dos autores, con el objeto de enseñar a los “ignorantes” músicos de su tiempo la “verdadera” manera de expresar musicalmente ciertas pasiones mediante una correcta escritura del ritmo, a través de las reglas adecuadas para ello. Curiosamente, esas reglas que Ravenscroft procura estamparles a sus contemporáneos son las de la notación mensural de los siglos XV y XVI, que en esa época ya estaba casi en desuso, al menos en su forma clásica. Es decir, Ravenscroft parecía considerar que la paulatina metamorfosis de la notación mensural en lo que después vino a ser nuestro sistema moderno era una simple consecuencia de la pereza profesional y de la distracción teórica. Un gran sector del Prefacio (que hemos omitido) se halla dedicado a este ceñudo y vano menester. El otro, en cambio, contiene una notabilísima clasificación de los pasatiempos del hombre, que recuerda a aquel borgeano “Emporio celestial de conocimientos benévolos”. Hemos incluido también la transcripción de una de las 20 piezas del tratado original, travesura tal vez destinada a desmentir algunas cosas que su autor dice en el texto del Prefacio, sobre todo en lo que hace a la novedad o a la sutileza de su escritura rítmica.
Es difícil esbozar en pocas líneas el predicamento que la Anatomía de la melancolía (1623), de Robert Burton, tuvo en las letras inglesas posteriores, así que preferimos reclamar en este punto la fe del lector que no conozca la obra. Más interesante en cambio es advertir que si bien los tópicos y los mecanismos retóricos de Burton son similares a los de Case (y puede decirse, a los de casi cualquier otro escritor de la época) hay en él no obstante un tono especial para apropiarse lo que ya otros han citado. Es tanto o más erudito que Case, pero es menos profesor, y algo del mal que se dedica a historiar en su tratado se filtra en sus comentarios. En un párrafo hace una observación muy risueña, que cae fulminada en el próximo por otra igualmente amarga. Y ello mediante un macizo tejido de fórmulas y de lugares comunes que en otro escritor parecerían simplemente fríos. Burton no cita, evoca. Y entendemos que, en su caso, la costumbre de anotar la fuente en el cuerpo del texto tiene que ver menos con el oficio del scholar que con la paciencia del cautivo.
De Religio Medici (La religión de un médico, 1643), “un ejercicio privado, dirigido a mí mismo” según su autor, hemos seleccionado el breve pasaje donde este se explaya acerca de su gusto personal por la música. Siendo una de las piezas más hermosas que componen este libro, es la menos necesitada de explicaciones insolventes de manera que, sin otro preámbulo, queda a la llana y esencial consideración del lector.
El ”Prefacio” de la ópera Albión y Albanius, libreto de John Dryden es un ensayo donde se plantea una suerte de poética de la ópera. Allí, Dryden establece el derecho de la ópera italiana a reclamar el sitial de modelo del género, y arriesga una extraña teoría acerca de su origen, de la cual se arrepiente con buen talante en el post scriptum. Para Dryden, como para sus contemporáneos ingleses, la ópera podía tener cierta autonomía de género (ya que no se la consideraba una obra teatral en el sentido tradicional) pero seguía siendo un hecho esencialmente literario. Para entender mejor las circunstancias en las que Dryden escribe (que luego referirá Burney) debemos recordar que la “ópera” inglesa de la época era bastante distinta de la italiana. Según señala Claude Palisca[5].
Un compromiso peculiarmente inglés que no diluía la fuerza de su poesía dramática y preservaba la fastuosidad visual y musical del masque se había apropiado de la escena: la obra teatral heroica con música. Aunque tales obras eran anunciadas como óperas u óperas dramáticas, en ellas el elemento musical se limitaba a escenas que no eran diferentes de los divertissements de las comedias-ballet y de las óperas francesas.
Es decir, la música se empleaba aquí de manera accesoria, casi como decorado de algunas escenas, y no tenía la continuidad ni la interpenetración con el drama que se observa en su contraparte peninsular. La función del músico consistía simplemente en dar carácter a la invención del literato, aunque unas líneas antes, Dryden se queja de que la rudeza del inglés y la necesidad de tornarlo más dócil a la música lo obligaron a ser esclavo de la sonoridad del idioma, y no de su sentido, complicación que no sospecharon los cultores italianos de la vieja norma que rezaba “ut sit oratio domina harmoniae”.
Los tres breves ensayos de Joseph Addison pertenecen al periódico The Spectator, que este editó junto a su amigo Sir Richard Steele entre 1711 y 1712. El lector encontrará una excelente referencia acerca del autor, y en particular del Spectator, en Ensayistas ingleses, de Adolfo Bioy Casares[6]. También puede consultar la Vida de Addison de Samuel Johnson, en Vidas de los poetas ingleses. En lo que concierne a este libro, hay que observar que Addison fue un dramaturgo estimado en su tiempo y, cabalmente, un hombre de letras. No sorprende entonces cierto veneno que el autor destila respecto de la ópera italiana en particular, y más generalmente, respecto de la música, intrusa en el reino de la tragedia. Ocurre que en la época de Addison (y hasta mucho tiempo después), la música ocupaba un cargo de no mucha dignidad en el escalafón de las artes. Su falta de espesor semántico, como dicen los literatos de hoy, y su capacidad de cautivar los sentidos exteriore” la volvían una distracción peligrosa si se mezclaba sin medida y sin regla con el “significado” (sense) del texto. Cosa que ocurre a menudo, esta genuina aprensión estética se manifestaba en el exterior bajo la forma de un vulgar problema de protagonismo (no cometamos la gaffe de pensarlo al revés): ¿adónde iríamos a parar si los músicos, con todo lo encantadora que resulte su montaraz inocencia, llegasen a ocupar el lugar del poeta? Addison cree que cada cosa debe ir en su lugar, así, el músico podrá ingresar en el teatro siempre que exhiba bien visible en el ojal su carnet de invitado y no se tome libertades con la dueña de casa.
Charles Burney es recordado por la historia de la música gracias a que en 1776 emprendió uno de los primeros intentos de escribirla, cosa que ella no siempre agradece como es debido. De eso bien puede dar testimonio Sir John Hawkins (no el famoso navegante, sino un juez), quien en el mismo año, pero unas semanas antes que Burney, ya había publicado su propia Historia general de la ciencia y la práctica de la música. La Historia de Hawkins fue eclipsada por la de Burney, tanto que muchos llaman a esta última “la primera”, subvirtiendo así el orden que ambas tienen en esta justiciera cláusula. Y es que la tentación de explicar la fama de la obra de Burney a través de la vida social de su autor es grande, sobre todo si en tan innoble empresa nos apaña una pluma como la de Hazlitt[7].
Hay familias enteras que nacen clásicas, y se las admite en el colegio de heraldos de la fama por consanguinidad. La literatura, como la nobleza, corre en la sangre. Ahí está la familia Burney. Sus pretensiones no tienen fin. Produce talentos, eruditos, novelistas, músicos en “innumerable número”. El apellido sólo ya es un pasaporte al Templo de la Fama, y quienes lo ostentan tienen libre franqueo al Parnaso por derecho de nacimiento. El fundador mismo fue un historiador y músico, pero más un cortesano y hombre de mundo que lo anterior. El secreto de su éxito puede descubrirse quizás en el siguiente pasaje, donde, al hablar de tres eminentes instrumentistas, dice “estos tres ilustres personajes fueron presentados ante la corte del Emperador” etc., como si estos fueran embajadores o príncipes de sangre, magnificándose a sí mismo y a su profesión.
Pero en verdad, Burney fue un historiador aplicado y de buenas facultades críticas. No debemos olvidar que, en su época, la música era un sujeto teórico bastante más elusivo que la caída del imperio de los Césares, de manera que no podemos culparlo del todo por no parecerse en absoluto a su muy celebrado contemporáneo Gibbon. Además, hay algo en la afirmación de Hazlitt que nos recuerda la baja estima intelectual en la que se tenía a la música por entonces. En defensa de su métier de músico, Burney sale al cruce de ciertas afirmaciones de Cibber, muy similares a las de Addison, y las rebate con una conmovedora pérdida de su compostura de caballero inglés, pero con muy buen sentido común por otra parte. El escrito que hemos seleccionado de su Historia es útil, entre otras cosas, para comprender el contexto en el que surge la figura de Purcell.
Cuando Thomas De Quincey escribe sus Confesiones (1821), varias células del cerebro europeo ya convienen en que la música no es una mera caricia a los sentidos. Ahora, la famosa carencia de espesor semántico la sitúa más allá y no más acá del significado: de no decir nada pasa a decirlo todo, incluso lo que las palabras no pueden. De Quincey, precisamente, habla del placer intelectual de la música, y de cómo el láudano, gracias a su capacidad de acelerar la actividad del intelecto, incrementa el placer de escuchar música y también de escuchar voces femeninas parloteando en un lenguaje ignoto.
En el breve ensayo de Charles Lamb (1823) ocurre algo similar a lo referido por De Quincey, sólo que en este caso, elevado al paroxismo y sin opio de por medio. Uno no termina de saber si el rechazo que Lamb demuestra por casi toda forma de organización sonora se debe a la falta o al exceso de significado. Cuando Lamb habla de la “vacía música instrumental”, el adjetivo parece un sustantivo: se tiene la impresión de un abismo.
El desprestigio moderno en el que ha caído la alegoría no parece ser obstáculo para que George Bernard Shaw nos ofrezca una lección sobre ella, e incluso, para que quiera leer desde ese punto de vista la obra de Wagner. La virtud de estas páginas radica en su fuerza (ya que no en su credo) y nos brinda el consuelo o tal vez la sospecha de que no toda interpretación política de la música es ilegítima a priori. Tal vez haya que ser un Shaw para que sea creíble, pero no será ilegítima de por sí. Con Shaw nos pasa lo que con Chesterton: no podemos aceptar lo que dice, pero no podemos dejar de admirarlo.
Por último, hemos añadido a este libro un Apéndice en el que el lector encontrará una de las piezas musicales de Ravenscroft y tres poemas. El primero es la famosa elegía que Dryden compuso a la muerte de Purcell, y que luego musicalizó John Blow. El segundo es un poema breve y temprano del Dr. Samuel Johnson, ilustre personaje que faltó a la cita de este libro, pero que con este poema envía sus excusas. El tercero pertenece a Charles Lamb, y tal vez convengamos con el lector en que no era la forma más elegante de concluir este libro.
Y así, luego de explicada la coda, algún entusiasta de las analogías dirá que este volumen adopta la forma musical de tema con variaciones. Yo prefiero la especie mucho más inglesa llamada ground, ya que “la música” es un sujeto demasiado amplio para perfilarse como tema y semeja más bien un fondo sobre el que se recortan innumerables reflexiones.
[1] Publicado originalmente en: Escritos ingleses sobre música. Selección, traducción, prólogo y notas de Pablo Massa, Buenos Aires, Secretaría de Cultura de la Nación, colección «La Biblioteca de Música», 2006. El autor ha cedido gentilmente para la publicación en este espacio una actualización de la introducción al libro del 2013.
[2] Pablo Massa es Licenciado en Artes (Música) por la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Ha publicado Escritos Ingleses sobre Música (Secretaría de Cultura de la Nación, 2006) y Samuel Johnson: Pensamientos acerca de las Ultimas Negociaciones relativas a las Islas Malvinas y otros escritos (Proyecto Editorial, 2003). Es autor de música coral y cinematográfica y de una ópera estrenada en 2013 en el Centro de Experimentación del Teatro Colón (CETC)..
[3] Una edición reciente de Ben Byram-Wigfield (2002) la rechaza, y propone en cambio como autor, sobre la base de “evidencia textual”, a un músico eclesiástico desconocido, pero vinculado de alguna forma con Oxford, y muerto poco antes de 1586. Una de las razones que este editor alega para descartar la atribución a Case es la observación de Wood en Atheneae Oxonienses (1691), donde este declara desconocer el nombre del autor del libro, a pesar de informarnos que se trata, en efecto, de “un scholar de Oxford”. Véase la edición de Byram-Wigfield, Prefacio, p. 7. Sin embargo, Diana F. Sutton, en la Introducción a su reciente edición crítica hipertextual de Apologia Musices tam Vocalis Quam Instrumentalis et Mixtae (1588) (una obra reconocida de John Case), rechaza la teoría de ByramWigfield y señala que “no hay evidencia textual” que descarte a Case como autor de la AlabanzaM Según la mencionada editora, Case bien pudo emplear el criterio aristotélico de obras “exotéricas” y “esotéricas”, y por lo tanto, no reconocer públicamente la autoría de un texto escrito originalmente en inglés y destinado a la divulgación.
[4] Ravenscroft publicó colecciones de música vocal-instrumental de un carácter muy distinto al de los ayres y madrigales de sus más famosos contemporáneos, Dowland y Morley. Buena parte de sus obras son rounds y catches, formas de canon perpetuo muy populares en Inglaterra durante el siglo XVII y XVIII. En opinión de algunos sus canciones para conjunto vocal adolecen de cierta ingenuidad, lo que ha llevado a los críticos modernos a encomiar su artesanía antes que su genio.
[5] Palisca, Claude: La música del Barroco, versión castellana de Nilda Vineis. Bs. As., Victor Lerú, 1978, p. 247.
[6] Bioy Casares, Adolfo: Ensayistas Ingleses en La Otra Aventura, Obras Completas (Ensayos y Memorias). Bs. As., Norma, 1999, pp. 28-54. Este ensayo fue originalmente el prólogo a una excelente compilación del mismo nombre editada por Jackson en Buenos Aires (1946). El libro fue reeditado en México (Consejo Nacional para la Cultura y las Artes) en 1986 y todavía se consigue.
[7] William Hazlitt: Table Talk: Essays on Men and Manners. Essay V: “On the Aristocracy of Letters”