Escritos ingleses sobre música

Escritos ingleses sobre música. «Prólogo»[1]
de Pablo Massa[2]

En 1711 Addison observó que si bien los ingleses de su tiempo no poseían el mismo genio para la música que los italianos, podían jactarse en cambio de mayores méritos en otras artes “de más elevada naturaleza”, a saber, la literatura. En 1828, cuando la música ya no era sólo el agradable papel tapiz de Kant, sino el lenguaje primero del alma hacia el que todas las otras artes tendían de manera ideal, la reflexión del anónimo redactor del Mirror londinense era harto más melancólica: “¿Por qué los ingleses no somos un pueblo musical?”. En aquel momento, la “islita ordenada” –como la llamaba Byron desde su rencoroso exilio veneciano– ya había engendrado a Dunstable, Byrd, Tallis y Purcell. Pero, aunque en 1828 ya había historias de la música a disposición del lector curioso, apenas había sentido y perspectiva histórica de ella. La arqueología musical era todavía una ocupación extravagante (romantick, como se decía en aquel tiempo), tanto que protestar al afligido caballero del Mirror los nombres de Dunstable, Byrd y Tallis como argumentos en contra de su discutible encabezado habría parecido poco menos que un capricho. De todos modos, a partir del siglo XVIII los ingleses se quejaron a menudo y por escrito de que alguna divinidad les había privado de genio para la música. Conviene desconfiar: se trata del mismo demiurgo que, según ellos, les negó el Quijote (nunca pudieron comprender que ese libro se hubiera escrito fuera de la isla) y una gran escuela nacional de pintura, pues según dice el mismo redactor del Mirror, nadie soñaría en comparar a Reynolds con alguno de los maestros italianos del siglo XV. Incluso llegaron a creer tal como nosotros en alguna época, que su lengua “no es musical” a diferencia del italiano, y así un tal Pinkerton, según cuenta De Quincey, propondrá mezclar la morfología de ambos “para mejorar el sonido” del inglés.

Los textos de este libro hablan de estas y de otras cosas. A veces no es la música el objeto principal del discurrir del autor (aunque empiece o termine con ella) lo que, me parece, es una característica de los escritos sobre música de todas las épocas y todos los idiomas. El criterio que los ha reunido es tan arbitrario como el de cualquier otra compilación: a la hora de seleccionar los textos procuramos variedad en el origen, período histórico y punto de vista. Y dentro de este rango, quisimos combinar textos “clásicos” con otros que prefieren el lado de la sombra. De los diez caballeros que escriben en este libro, solo dos fueron músicos más o menos profesionales (Ravenscroft y Burney), quienes rompen lanzas para defender su oficio de corrupciones y calumnias diversas. Los otros fueron escritores y, tal vez con mejor prosa, no todos apreciaron en exceso aquello sobre lo que en este caso se explayan, como ya observará el lector en los escritos de Lamb y Addison.

Una recopilación similar a la que aquí presentamos, pero de textos alemanes, incurriría en nombres eminentes cuya sola mención ya abunda. Los alemanes siempre han escrito demasiado en serio acerca de la música. El alemán no parece el mejor campo donde mostrar la relación entre música y lenguaje literario pues allí, más que en ningún otro idioma, parece consumada esa boda mística en la que tenemos la impresión de que la palabra va a correr el velo de cierta verdad esencial acerca de su objeto. Creemos allí que la música en verdad necesita de la palabra. En el alemán, ese matrimonio es tan ilusorio como en las otras lenguas, pero parece digno a fuerza de historia, de tradición y de genio. La versión menos elegante de Schoenberg no es una hipóstasis del Leverkuhn de Thomas Mann apenas por una cuestión de género literario.

Llegados a este punto, antes que reflexiones como la anterior tal vez agradecerá el lector alguna noticia acerca de los caballeros que mencionamos arriba, cosa conveniente pues dentro de un instante habrá de conversar con ellos.

De la vida del Dr. John Case no se sabe gran cosa. De hecho, tampoco es seguro que haya escrito la Alabanza de la música, cuyo capítulo IV presentamos aquí. Sin embargo, los editores modernos convienen (no sin reserva) en aceptar esta atribución debido a que así figura en la primera edición de Joseph Barnes (Oxford, 1586)[3].1 Case era un profesor de Oxford, erudito en Aristóteles, quien escribió además otras obras apologéticas en latín acerca de la música, atacada en su tiempo por el celo puritano; de ahí el tono polémico que el lector encontrará en los últimos párrafos de su escrito. Conviene tener presente que esos antagonistas contra los que Case bate el parche, por fantasmales e inofensivos que puedan parecernos a nosotros hoy en día, fueron en su tiempo muy de carne y hueso, y ya que estamos, más dados a prenderle fuego a las cosas (hombres y objetos) que a teorizar sobre ellas.

Thomas Ravenscroft, en cambio, fue un compositor notable en su tiempo, sobre todo por la compilación del Whole Book of Psalmes (1621), en el que reunió composiciones propias y ajenas sobre el salterio completo. No obstante, sus obras cayeron en el olvido y no se las ha vuelto a reeditar y tocar sino hasta hace algunos años[4]. Fue coreuta de la iglesia de Saint Paul y luego Bachelor of Musicke por Cambridge. En el Breve Discurso (1614), una parte de cuyo “Prefacio” reproducimos en este libro, Ravenscroft compila unas veinte piezas de música vocal propias y de otros dos autores, con el objeto de enseñar a los “ignorantes” músicos de su tiempo la “verdadera” manera de expresar musicalmente ciertas pasiones mediante una correcta escritura del ritmo, a través de las reglas adecuadas para ello. Curiosamente, esas reglas que Ravenscroft procura estamparles a sus contemporáneos son las de la notación mensural de los siglos XV y XVI, que en esa época ya estaba casi en desuso, al menos en su forma clásica. Es decir, Ravenscroft parecía considerar que la paulatina metamorfosis de la notación mensural en lo que después vino a ser nuestro sistema moderno era una simple consecuencia de la pereza profesional y de la distracción teórica. Un gran sector del Prefacio (que hemos omitido) se halla dedicado a este ceñudo y vano menester. El otro, en cambio, contiene una notabilísima clasificación de los pasatiempos del hombre, que recuerda a aquel borgeano “Emporio celestial de conocimientos benévolos”. Hemos incluido también la transcripción de una de las 20 piezas del tratado original, travesura tal vez destinada a desmentir algunas cosas que su autor dice en el texto del Prefacio, sobre todo en lo que hace a la novedad o a la sutileza de su escritura rítmica.

Es difícil esbozar en pocas líneas el predicamento que la Anatomía de la melancolía (1623), de Robert Burton, tuvo en las letras inglesas posteriores, así que preferimos reclamar en este punto la fe del lector que no conozca la obra. Más interesante en cambio es advertir que si bien los tópicos y los mecanismos retóricos de Burton son similares a los de Case (y puede decirse, a los de casi cualquier otro escritor de la época) hay en él no obstante un tono especial para apropiarse lo que ya otros han citado. Es tanto o más erudito que Case, pero es menos profesor, y algo del mal que se dedica a historiar en su tratado se filtra en sus comentarios. En un párrafo hace una observación muy risueña, que cae fulminada en el próximo por otra igualmente amarga. Y ello mediante un macizo tejido de fórmulas y de lugares comunes que en otro escritor parecerían simplemente fríos. Burton no cita, evoca. Y entendemos que, en su caso, la costumbre de anotar la fuente en el cuerpo del texto tiene que ver menos con el oficio del scholar que con la paciencia del cautivo.

De Religio Medici (La religión de un médico, 1643), “un ejercicio privado, dirigido a mí mismo” según su autor, hemos seleccionado el breve pasaje donde este se explaya acerca de su gusto personal por la música. Siendo una de las piezas más hermosas que componen este libro, es la menos necesitada de explicaciones insolventes de manera que, sin otro preámbulo, queda a la llana y esencial consideración del lector.

El ”Prefacio” de la ópera Albión y Albanius, libreto de John Dryden es un ensayo donde se plantea una suerte de poética de la ópera. Allí, Dryden establece el derecho de la ópera italiana a reclamar el sitial de modelo del género, y arriesga una extraña teoría acerca de su origen, de la cual se arrepiente con buen talante en el post scriptum. Para Dryden, como para sus contemporáneos ingleses, la ópera podía tener cierta autonomía de género (ya que no se la consideraba una obra teatral en el sentido tradicional) pero seguía siendo un hecho esencialmente literario. Para entender mejor las circunstancias en las que Dryden escribe (que luego referirá Burney) debemos recordar que la “ópera” inglesa de la época era bastante distinta de la italiana. Según señala Claude Palisca[5].

Un compromiso peculiarmente inglés que no diluía la fuerza de su poesía dramática y preservaba la fastuosidad visual y musical del masque se había apropiado de la escena: la obra teatral heroica con música. Aunque tales obras eran anunciadas como óperas u óperas dramáticas, en ellas el elemento musical se limitaba a escenas que no eran diferentes de los divertissements de las comedias-ballet y de las óperas francesas.

Es decir, la música se empleaba aquí de manera accesoria, casi como decorado de algunas escenas, y no tenía la continuidad ni la interpenetración con el drama que se observa en su contraparte peninsular. La función del músico consistía simplemente en dar carácter a la invención del literato, aunque unas líneas antes, Dryden se queja de que la rudeza del inglés y la necesidad de tornarlo más dócil a la música lo obligaron a ser esclavo de la sonoridad del idioma, y no de su sentido, complicación que no sospecharon los cultores italianos de la vieja norma que rezaba “ut sit oratio domina harmoniae”.

Los tres breves ensayos de Joseph Addison pertenecen al periódico The Spectator, que este editó junto a su amigo Sir Richard Steele entre 1711 y 1712. El lector encontrará una excelente referencia acerca del autor, y en particular del Spectator, en Ensayistas ingleses, de Adolfo Bioy Casares[6]. También puede consultar la Vida de Addison de Samuel Johnson, en Vidas de los poetas ingleses. En lo que concierne a este libro, hay que observar que Addison fue un dramaturgo estimado en su tiempo y, cabalmente, un hombre de letras. No sorprende entonces cierto veneno que el autor destila respecto de la ópera italiana en particular, y más generalmente, respecto de la música, intrusa en el reino de la tragedia. Ocurre que en la época de Addison (y hasta mucho tiempo después), la música ocupaba un cargo de no mucha dignidad en el escalafón de las artes. Su falta de espesor semántico, como dicen los literatos de hoy, y su capacidad de cautivar los sentidos exteriore” la volvían una distracción peligrosa si se mezclaba sin medida y sin regla con el “significado” (sense) del texto. Cosa que ocurre a menudo, esta genuina aprensión estética se manifestaba en el exterior bajo la forma de un vulgar problema de protagonismo (no cometamos la gaffe de pensarlo al revés): ¿adónde iríamos a parar si los músicos, con todo lo encantadora que resulte su montaraz inocencia, llegasen a ocupar el lugar del poeta? Addison cree que cada cosa debe ir en su lugar, así, el músico podrá ingresar en el teatro siempre que exhiba bien visible en el ojal su carnet de invitado y no se tome libertades con la dueña de casa.

Charles Burney es recordado por la historia de la música gracias a que en 1776 emprendió uno de los primeros intentos de escribirla, cosa que ella no siempre agradece como es debido. De eso bien puede dar testimonio Sir John Hawkins (no el famoso navegante, sino un juez), quien en el mismo año, pero unas semanas antes que Burney, ya había publicado su propia Historia general de la ciencia y la práctica de la música. La Historia de Hawkins fue eclipsada por la de Burney, tanto que muchos llaman a esta última “la primera”, subvirtiendo así el orden que ambas tienen en esta justiciera cláusula. Y es que la tentación de explicar la fama de la obra de Burney a través de la vida social de su autor es grande, sobre todo si en tan innoble empresa nos apaña una pluma como la de Hazlitt[7].

Hay familias enteras que nacen clásicas, y se las admite en el colegio de heraldos de la fama por consanguinidad. La literatura, como la nobleza, corre en la sangre. Ahí está la familia Burney. Sus pretensiones no tienen fin. Produce talentos, eruditos, novelistas, músicos en “innumerable número”. El apellido sólo ya es un pasaporte al Templo de la Fama, y quienes lo ostentan tienen libre franqueo al Parnaso por derecho de nacimiento. El fundador mismo fue un historiador y músico, pero más un cortesano y hombre de mundo que lo anterior. El secreto de su éxito puede descubrirse quizás en el siguiente pasaje, donde, al hablar de tres eminentes instrumentistas, dice “estos tres ilustres personajes fueron presentados ante la corte del Emperador” etc., como si estos fueran embajadores o príncipes de sangre, magnificándose a sí mismo y a su profesión.

Pero en verdad, Burney fue un historiador aplicado y de buenas facultades críticas. No debemos olvidar que, en su época, la música era un sujeto teórico bastante más elusivo que la caída del imperio de los Césares, de manera que no podemos culparlo del todo por no parecerse en absoluto a su muy celebrado contemporáneo Gibbon. Además, hay algo en la afirmación de Hazlitt que nos recuerda la baja estima intelectual en la que se tenía a la música por entonces. En defensa de su métier de músico, Burney sale al cruce de ciertas afirmaciones de Cibber, muy similares a las de Addison, y las rebate con una conmovedora pérdida de su compostura de caballero inglés, pero con muy buen sentido común por otra parte. El escrito que hemos seleccionado de su Historia es útil, entre otras cosas, para comprender el contexto en el que surge la figura de Purcell.

Cuando Thomas De Quincey escribe sus Confesiones (1821), varias células del cerebro europeo ya convienen en que la música no es una mera caricia a los sentidos. Ahora, la famosa carencia de espesor semántico la sitúa más allá y no más acá del significado: de no decir nada pasa a decirlo todo, incluso lo que las palabras no pueden. De Quincey, precisamente, habla del placer intelectual de la música, y de cómo el láudano, gracias a su capacidad de acelerar la actividad del intelecto, incrementa el placer de escuchar música y también de escuchar voces femeninas parloteando en un lenguaje ignoto.

En el breve ensayo de Charles Lamb (1823) ocurre algo similar a lo referido por De Quincey, sólo que en este caso, elevado al paroxismo y sin opio de por medio. Uno no termina de saber si el rechazo que Lamb demuestra por casi toda forma de organización sonora se debe a la falta o al exceso de significado. Cuando Lamb habla de la “vacía música instrumental”, el adjetivo parece un sustantivo: se tiene la impresión de un abismo.

El desprestigio moderno en el que ha caído la alegoría no parece ser obstáculo para que George Bernard Shaw nos ofrezca una lección sobre ella, e incluso, para que quiera leer desde ese punto de vista la obra de Wagner. La virtud de estas páginas radica en su fuerza (ya que no en su credo) y nos brinda el consuelo o tal vez la sospecha de que no toda interpretación política de la música es ilegítima a priori. Tal vez haya que ser un Shaw para que sea creíble, pero no será ilegítima de por sí. Con Shaw nos pasa lo que con Chesterton: no podemos aceptar lo que dice, pero no podemos dejar de admirarlo.

Por último, hemos añadido a este libro un Apéndice en el que el lector encontrará una de las piezas musicales de Ravenscroft y tres poemas. El primero es la famosa elegía que Dryden compuso a la muerte de Purcell, y que luego musicalizó John Blow. El segundo es un poema breve y temprano del Dr. Samuel Johnson, ilustre personaje que faltó a la cita de este libro, pero que con este poema envía sus excusas. El tercero pertenece a Charles Lamb, y tal vez convengamos con el lector en que no era la forma más elegante de concluir este libro.

Y así, luego de explicada la coda, algún entusiasta de las analogías dirá que este volumen adopta la forma musical de tema con variaciones. Yo prefiero la especie mucho más inglesa llamada ground, ya que “la música” es un sujeto demasiado amplio para perfilarse como tema y semeja más bien un fondo sobre el que se recortan innumerables reflexiones.

[1] Publicado originalmente en: Escritos ingleses sobre música. Selección, traducción, prólogo y notas de Pablo Massa, Buenos Aires, Secretaría de Cultura de la Nación, colección «La Biblioteca de Música», 2006. El autor ha cedido gentilmente para la publicación en este espacio una actualización de la introducción al libro del 2013.

[2] Pablo Massa es Licenciado en Artes (Música) por la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Ha publicado Escritos Ingleses sobre Música (Secretaría de Cultura de la Nación, 2006) y Samuel Johnson: Pensamientos acerca de las Ultimas Negociaciones relativas a las Islas Malvinas y otros escritos (Proyecto Editorial, 2003). Es autor de música coral y cinematográfica y de una ópera estrenada en 2013 en el Centro de Experimentación del Teatro Colón (CETC)..

[3] Una edición reciente de Ben Byram-Wigfield (2002) la rechaza, y propone en cambio como autor, sobre la base de “evidencia textual”, a un músico eclesiástico desconocido, pero vinculado de alguna forma con Oxford, y muerto poco antes de 1586. Una de las razones que este editor alega para descartar la atribución a Case es la observación de Wood en Atheneae Oxonienses (1691), donde este declara desconocer el nombre del autor del libro, a pesar de informarnos que se trata, en efecto, de “un scholar de Oxford”. Véase la edición de Byram-Wigfield, Prefacio, p. 7. Sin embargo, Diana F. Sutton, en la Introducción a su reciente edición crítica hipertextual de Apologia Musices tam Vocalis Quam Instrumentalis et Mixtae (1588) (una obra reconocida de John Case), rechaza la teoría de ByramWigfield y señala que “no hay evidencia textual” que descarte a Case como autor de la AlabanzaM Según la mencionada editora, Case bien pudo emplear el criterio aristotélico de obras “exotéricas” y “esotéricas”, y por lo tanto, no reconocer públicamente la autoría de un texto escrito originalmente en inglés y destinado a la divulgación.

[4] Ravenscroft publicó colecciones de música vocal-instrumental de un carácter muy distinto al de los ayres y madrigales de sus más famosos contemporáneos, Dowland y Morley. Buena parte de sus obras son rounds y catches, formas de canon perpetuo muy populares en Inglaterra durante el siglo XVII y XVIII. En opinión de algunos sus canciones para conjunto vocal adolecen de cierta ingenuidad, lo que ha llevado a los críticos modernos a encomiar su artesanía antes que su genio.

[5] Palisca, Claude: La música del Barroco, versión castellana de Nilda Vineis. Bs. As., Victor Lerú, 1978, p. 247.

[6] Bioy Casares, Adolfo: Ensayistas Ingleses en La Otra Aventura, Obras Completas (Ensayos y Memorias). Bs. As., Norma, 1999, pp. 28-54. Este ensayo fue originalmente el prólogo a una excelente compilación del mismo nombre editada por Jackson en Buenos Aires (1946). El libro fue reeditado en México (Consejo Nacional para la Cultura y las Artes) en 1986 y todavía se consigue.

[7] William Hazlitt: Table Talk: Essays on Men and Manners. Essay V: “On the Aristocracy of Letters”

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Sobre la muerte

de Jeremy Taylor[1]

Traducción y notas: Ramiro H. Vilar[2]

Vanitas, del pintor francés Simón Renard de Saint-André (1613-1677)
Vanitas, del pintor francés Simón Renard de Saint-André (1613-1677)

La naturaleza nos llama a meditar sobre la muerte a través de aquellas cosas que son el instrumento de su acción; y Dios, mediante la total variedad de su Providencia, nos hace ver la muerte en todos lados, en todas sus posibles circunstancias, ataviada de acuerdo a todos los gustos y a las expectativas da cada persona. La naturaleza nos ha dado una cosecha por año, pero la muerte nos ha dado dos; y la primavera y el otoño envían a multitudes de hombres y mujeres a los osarios; a lo largo de todo el verano los hombres se recuperan de sus males primaverales, hasta la llegada de los días tórridos de la canícula, cuando la estrella de Sirio hace que el verano se vuelva mortal; los frutos del otoño se almacenan para las provisiones de todo el año, y el hombre, que raciona sus alimentos y excedentes y muere y ya no los necesita, se almacena él mismo para la eternidad, y aquél que sobrevive hasta el invierno, solo está a la espera de otra oportunidad en que las enfermedades de esa estación se desaten sobre él en una variedad enorme. Así la muerte reina en todas las porciones de nuestra vida. El otoño con sus frutos nos provee de trastornos que el frío del invierno convierte en agudas enfermedades; la primavera trae consigo flores para esparcir en nuestra carroza fúnebre, y el verano nos brinda el verde césped y los arbustos que han de cubrir nuestra tumba. Las calenturas, el exceso, el frío y la fiebre son las cuatro secciones en que se divide el año y no hay lugar adónde ir sin pisar los huesos de un hombre muerto.

El impetuoso muchacho en Petronio[3] que escapó de la furia de un naufragio sobre una tabla rota, estaba secándose al sol en una costa rocosa cuando divisó a un hombre flotando sobre su lecho de olas, con el lastre de la arena en los pliegues de su ropa, y arrastrado hacia la orilla por su civil enemigo, el mar, dando así con su tumba. Esto hizo que ciertos pensamientos tristes se apoderasen de él y lo hicieran reflexionar que en algún lugar, a salvo, la mujer de ese hombre acaso esperaba la llegada del mes siguiente para el retorno de su buen hombre, o incluso que quizás su hijo nada sabía aún de la tempestad, o que su padre, pensando en el afectuoso beso de su hijo aún tibio en la mejilla desde la tierna despedida, sollozaba con gozo al pensar cuán feliz sería cuando su amado hijo volviese a ser estrechado por su abrazo paternal. Estos son los pensamientos de los mortales, este es el fin y la esencia de todos sus deseos. Una noche oscura y un piloto negligente, un mar tumultuoso y un cable roto, una roca dura y un viento furioso destruyeron en pedazos la fortuna de toda una familia; y ellos, quienes llorarán desesperadamente al saber del accidente, aún no han entrado en la tormenta, aunque sin embargo ya han sufrido su naufragio. Entonces, observando la osamenta, el muchacho lo supo todo y supo que aquél era el capitán del barco que el día anterior se despidió de su patrimonio y de su ocupación y nombró el día en que pensaba regresar a su hogar ¡Vean cómo flota el hombre que se encontraba tan airado dos días antes! Sus pasiones se calmaron con la tormenta, sus cálculos se desvanecieron, sus preocupaciones llegaron a su fin, su viaje terminó y sus ganancias son los extraños eventos de la muerte que, tanto si son buenos como malos, los hombres rara vez consideran como un tema de preocupación en lo que respecta al interés de los muertos.

Es una portentosa transformación la obrada por la muerte de una persona, y solo es visible para nosotros que estamos vivos. Consideremos simplemente la vivacidad de la juventud, las hermosas mejillas y los ojos plenos de la infancia; comparemos el vigor y la poderosa flexibilidad de las articulaciones de los veinticinco años con la palidez mortal, con la repugnancia y el horror de tres días de entierro: percibiremos así que la distancia es enorme y terriblemente extraña. Porque he visto una rosa recién surgida de su capullo, y al principio me ha parecido bella como la mañana, llena del rocío de los cielos igual que los vellones de una oveja; no obstante, cuando una briza más fuerte la ha forzado a abrir su modestia virginal y a desbaratar su retiro demasiado joven e inviolado, empezó a volverse oscura y a menguar su suavidad hasta asumir los síntomas de la enfermiza edad; dobló así su cabeza, quebróse su tallo y, habiendo perdido con la noche sus pétalos y toda su belleza, cayó junto a las malas hierbas y los rostros gastados. El sino de cada hombre y mujer es el mismo: la herencia de los gusanos y las serpientes, descomposición, fría deshonra y un cambio tal de nuestra belleza que nuestros allegados nos desconocerían en poco tiempo; y esa transformación está asociada a tal horror, enfrentándonos con nuestros miedos y débiles discursos, que aquellos que seis horas antes nos cubrieron tanto con servicios tan caritativos como ambiciosos, no pueden, sin arrepentimiento, permanecer solos en el mismo cuarto donde yace el cuerpo despojado de su vida y honra. He leído acerca de un hermoso y joven caballero alemán quien, en vida, a menudo se negaba a ser retratado, pero que para desembarazarse de la insistencia de sus amigos accedió a sus deseos, estableciendo que luego de los días que durase su funeral, ellos podrían enviarle un pintor a su bóveda, y que si aún le encontraban sentido al asunto, aquél podría dibujar la imagen de su muerte volviéndose vida. Así lo hicieron, y hallaron su rostro a medias corrompido y su diafragma y su columna llena de serpientes, y de este modo permaneció retratado entre sus ancestros vestidos con sus armaduras. Así se transforma pues la más hermosa de las bellezas; y entonces ¿qué sirvientes han de atendernos en la tumba? ¿Qué amigo nos visitará? ¿Quién será el que, solícito, despeje la insalubre y húmeda nube reflejada sobre nuestros rostros desde los lados de las criptas sollozantes, que serán las plañideras que más lloren en nuestro funeral?…

Un hombre puede leer un sermón, el mejor y más apasionado que hombre alguno haya predicado, si solo va a entrar a los sepulcros de los reyes. En el Escorial mismo, donde los príncipes españoles viven en medio de la grandeza y el poder, decretando la guerra o la paz, han situado sabiamente un cementerio donde sus cenizas y su gloria habrán de descansar hasta el fin de los tiempos; y donde nuestros reyes han sido coronados, sus ancestros yacen enterrados, de modo que deban caminar sobre las cabezas de sus antepasados para tomar su corona. Hay un acre sembrado con semillas reales, imitación de la más grande de las trasmutaciones, del paso de la riqueza a la desnudez, del cielo raso de los techos a las tapas de los ataúdes, de vivir como reyes a morir como hombres. Basta con enfriar las llamas de la lujuria, reducir la elevación del orgullo, calmar la comezón de los deseos codiciosos, para empañar y destruir los engañosos colores de lo carnal, lo artificial y de la belleza imaginaria. El príncipe belicoso y el pacífico, el afortunado y el miserable, el amado y el despreciado, todos mezclan sus cenizas y pagan su símbolo de mortalidad, diciéndole además al mundo que cuando morimos, nuestras cenizas serán iguales a las de los reyes, nuestras cuentas serán más sencillas, y los dolores causados por nuestras coronas, menores.

Jeremy Taylor is depicted in this portrait at Gonville and Caius College, Cambridge.
Jeremy Taylor is depicted in this portrait at Gonville and Caius College, Cambridge.

Nota del traductor:

Este fragmento forma parte de uno de los libros más famosos de Jeremy Taylor, The Rule and Exercises of Holy Dying, de 1651, sucesor de uno del año anterior, The Rule and Exercises of Holy Living. Su autor, otro de los escritores del siglo XVII que los románticos del XIX revalorizaron, nació en Cambridge en 1613. Se formó en la Universidad de esa ciudad y siguió luego la carrera eclesiástica, en la que obtuvo un rápido ascenso durante el reinado de Carlos I gracias al patrocinio del Arzobispo de Canterbury, William Laud. Ya en 1631 sustituyó como predicador nada menos que a John Donne en la Catedral de San Pablo, y en 1638, nombrado rector de Uppingham, publicó su primera obra, un sermón que había pronunciado en Oxford contra la Iglesia de Roma. En 1642 recibió el grado de Doctor en Teología en Oxford por mandato del rey, de quien fue capellán durante un tiempo. En los años de la Guerra Civil y tras la ejecución de Laud por el cargo de traición (1645), Taylor fue apresado por las fuerzas parlamentarias y pasó una breve temporada en prisión. Los diez años que siguen (el período del Protectorado de Cromwell) lo encuentran bajo la protección del conde de Carbery en su retiro de Golden Grove, Carmarthenshire, escribiendo sus obras más importantes. De 1646 es su Discourse concerning Prayer Ex tempore, ampliado luego bajo el título de An Apology for Authorized and Set Forms of Liturgy (1649). Publicó también en esos años un tratado en defensa de la tolerancia religiosa, Liberty of Prophesying (1647) y una vida de Cristo, The Great Exemplar (1649). En la misma época de Holy Living y Holy Dying publicó dos colecciones de sus sermones y un manual litúrgico, The Golden Grove (1955). Tras la restauración monárquica de 1660 Taylor fue enviado a Irlanda del norte como obispo de las diócesis de Down y Connor, y luego de Dromore, lugar en el que fue enterrado tras su muerte en 1667.

Las historias de la literatura inglesa suelen dar a Taylor el lugar de “maestro de la prosa”, hecho que tal vez se deba a que fue dueño de un estilo que podría ubicarse en una suerte de punto medio entre la exuberancia barroca y oscura de Donne y el tono más sereno (aunque muy complejo también) de Thomas Browne. La obsesión de Donne por el pecado y la ruina (cf. las Devociones o los Sermones), tan próximo a veces al determinismo calvinista, se va atenuando en la prosa de Taylor, en quien predomina un temperamento más moderado y conciliador, si bien sustancialmente revisita los mismos tópicos que toda la literatura de su época. Claramente su temperamento difiere del de Donne, y en lo que respecta a Browne, la afinidad parece apoyarse en una cierta intención didáctica presente de algún modo en la Religio Medici o la Hydriotaphia. Pero en los textos de Browne quien habla es el hombre de ciencia y el buen cristiano, no el predicador que quiere salvar las almas de los fieles, cosa que sí fueron Donne y Taylor.

Lo que sí une a estos tres autores es esa mirada alegórica que Walter Benjamin estudió en relación con la literatura alemana de ese mismo período, a partir de la noción de Historia-Naturaleza (Natur-Geschichte). Se trata de esa mirada propia del melancólico que no puede evitar ver en la naturaleza un proceso análogo al de la historia, y en el acaecer histórico, un proceso natural de decadencia y ruina. Esto es evidente desde el comienzo mismo del texto de Taylor que aquí traducimos, autor para quien la vida humana es equiparable a las estaciones del año entendidas como “camino de ineluctable decrepitud”, en palabras Benjamin en su Origen del Trauerspiel alemán. La historia, la vida humana misma en lo que tiene de histórico a la vez que de natural, se vuelve así, para estos autores del siglo XVII, una “historia del sufrimiento del mundo”, ante lo cual solo queda, como de algún modo proponen Donne y el resto, ejercitar el recto vivir y ese “sagrado morir” que Taylor quiere enseñar a su congregación en ese memento mori que es su obra.

Bibliografía

 BENJAMIN, Walter. Origen del Trauerspiel alemán (trad. de Carola Pivetta). Buenos Aires: Gorla, 2012.

BUSH, Douglas. English Literature of the Earlier Seventeenth Century. Oxford: Clarendon Press, 1946.

CAXTON-BELLOC. A Century of Englis Essays / introduction by Ernest Rhys, Dent-London: Everyman’s Library, 1965 (first collected in Everyman’s Library, 1913).

LEGOUIS, E. y CAZAMIAN, L. A History on English Literature, 650-1947. London: Dent & Sons, 1947.

RICKS, Christopher (ed.). English poetry and Prose, 1540-1674 (History of Literature in the English Lenguage, vol. 2). London: The Sphere Books, 1970.


[1] Respecto a la inserción del autor en la literatura inglesa, nos remitimos a la “Nota del traductor” que publicamos a continuación del texto.

[2] Ramiro H. Vilar es traductor,  Profesor de Historia y está por concluir sus estudios en la Carrera de Letras de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Es adscripto a la Cátedra de Literatura Inglesa con un proyecto de investigación orientado al análisis de la obra de Thomas Browne.

[3] Referencia a El Satiricón de Petronio (siglo I d. C.), primera parte, capítulo 115, en el que un joven que se ha salvado de un naufragio y ha pasado la noche en la choza de unos pescadores, contempla a la mañana siguiente un cuerpo arrastrado por la corriente y se pregunta “¿Quién sabe –exclamé– si en algún rincón del mundo no están esperando a este hombre una esposa confiada o un hijo que no sabe de naufragios? Sin duda habrá dejado en todo caso a un padre a quien dio un beso de despedida. ¡He ahí los proyectos de los pobres mortales, los anhelos de las grandes ambiciones! ¡Ahí tenéis al hombre: ved cómo lo lleva el agua!” (Traducción de Lisardo Rubio Fernández, Madrid: Planeta-De Agostini, 1997, p. 162). N. del T.

El cuerpo, el espíritu y las tripas

por Elina Montes

En su extensa obra The Anatomy of Melancholy (1621), Robert Burton desarrolla las múltiples alternativa del padecer melancólico, un mal que estima que es inherente a la condición humana puesto que se vive a partir de la plena conciencia de haber perdido la felicidad original luego de la Caída, es “una enfermedad congénita en todos nosotros”, dice. “¿Quién no sufre esta enfermedad?” –se pregunta– “pronto te darás cuenta de que todo el mundo está loco, melancólico y que delira” [59]. Y algo más adelante añade, “tomes la melancolía en el sentido que quieras, propia o impropiamente, como disposición o hábito, para placer o dolor, desvarío, descontento, temor, tristeza, locura, parcial o totalmente, verdadera o metafóricamente, es todo lo mismo” [60][1]. Burton, siguiendo una tradición de larga data, define la melancolía como “una enfermedad mixta” que afecta tanto al cuerpo como al alma; como el teólogo que era, infiere entonces que está en condiciones de abordar un tema tan complejo que afecta también al espíritu, como podría hacerlo un médico que desarrollaría mayormente los aspectos somáticos.

Robert_Burton

La carrera de Burton estuvo marcada por los ritmos académicos, estudió teología en Oxford y, al recibirse, fue nombrado bibliotecario del insigne Christ Church College de esa universidad. Es probable que Burton se haya aferrado con tenacidad a un puesto que le permitía expandir una cultura libresca de la que su obra hace alarde y que comparte con el lector de manera inteligente y amena. A su muerte fue enterrado no muy lejos de donde había transcurrido la mayor parte una vida que, como él mismo comenta, fue “silenciosa, sedentaria, solitaria, íntima”.

No cabe duda de que para Burton, hombre de profunda religiosidad e indudable hijo de su época, alma y cuerpo conforman una unidad y los padecimientos de una parte afectan a la otra indefectiblemente. Además, adhiere aún a una cosmovisión que vincula el cuerpo somático con el cosmos, micro y macrocosmos se espejan en una sucesión dinámica e infinita, lo que implica también que el desorden en una esfera necesariamente repercuta en la otra. Aludiendo a una humanidad melancólica, advierte al lector: “encontrarás que los reinos y provincias son melancólicos, las ciudades y familias, todas las criaturas, vegetales, sensibles y racionales, que todos los tipos, sectas, edades, condiciones están desacompasados” [59]. Refiriéndose a la doctrina humoral que regía en su tiempo, Burton persigue la analogía por la cual así como en los cuerpos humanos hay alteraciones que proceden de los humores, “hay muchas enfermedades en una república” y, ahí donde pueden verse “ciudades decaídas, villas humildes y pobres, pueblos abandonados, la gente escuálida, fea, incivil; ese reino, ese país es necesariamente infeliz y melancólico, tiene un cuerpo enfermo y necesita ser reformado” [92].

El panorama de catástrofe, corrupción, violencia e injusticia que releva en el mundo en que le toca vivir incluye a hombres de la iglesia, entre los cuales hay “monjes de profesión, los que deberían renunciar al mundo y a sus vanidades” y que no son sino “una chusma maquiavélica interesada en todos los asuntos de estado: hombres santos, pacificadores y sin embargo llenos de envidia, lujuria, ambición, odio y malicia”, “una compañía epicúrea, al acecho como los buitres”. La gente común, mientras tanto, sigue “como ovejas, a unos por ardor, a otros por temor”; como telón de fondo suceden “tantas batallas sangrientas, tantos miles de muertos a la vez, tales ríos de sangre” a la vez que “los hombres de estado, entre tanto, están seguros en casa, regalados con todos deleites y placeres” [76]. En un medio donde los litigios se multiplican, “los tribunales son un manicomio” y todos difaman, “mienten, deshonran, murmuran, injurian, levantan falso testimonio, juran, abjuran, luchan y riñen, gastan sus bienes, vidas, fortunas, amigos” [79]. Como puede notarse, la prosa de Burton es siempre dinámica y desbordante y apela con asiduidad al recurso enumerativo que, en un delirio casi manierista, nos hace percibir que el listado puede volverse infinito y es, por ende, provisorio e incompleto.

Burton hace que su lector se confronte con un mundo donde las cosas suceden al revés de lo esperable, las injusticias sociales están a la orden del día y, tal como ya lo había denunciado Thomas More en el primer libro de su Utopía, se cuelga a “un pobre ladrón de ovejas por robar provisiones, apremiado quizá por necesidad” mientras que el “gran hombre en el poder, seguramente puede robar provincias completas” [77]. Como paliativo posible, Burton se vuelve momentáneamente utopista e imagina una sociedad del pleno empleo como un intento por poner coto a excesos, desmesuras e inequidades. Lector de la propuesta de Bacon su próspero país ideal enviará “algunos barcos cada año en busca de nuevos descubrimientos” para que “hombres discretos (…) observen las invenciones técnicas y las buenas leyes de otros países” [111]. Deudor de la utopía moriana, distribuye entre todos los habitantes los trabajos a realizar, pues “no veo motivos (como dice Moro) para que un epicúreo o un holgazán ocioso, un rico glotón o un usurero vivan descansadamente, sin hacer nada, vivan con honor, con todo tipo de placeres y opriman a los demás” [113].

Convencido –sin embargo– de que el proyecto es poco viable, abandona el camino de la utopía y se vuelve al estudio de las diferentes facetas del mal, por lo que se ofrece al lector un análisis de las diversas causas que provocan la melancolía: las hay vinculadas con un inmoderado manejo de las pasiones (de la ira a la concupiscencia, de la avaricia a la vanagloria); también evalúa la conmoción provocada por duelos, enfermedades, hipocondría, pesadillas, alucinaciones, así como las diversas conductas alienadas que se adjudican al mal. Sugiere –por otra parte– que existen comportamientos extravagantes relacionados con la influencia  de las estrellas misteriosas, como los hay también derivados de las menos prodigiosas flatulencias. Su extenso listado incluye, por supuesto, las penas de amor que se analizan largamente, considerando así tanto los diferentes afectos y pasiones como los abatimientos, sacrificios, raptos violentos, decepciones y cegueras que de éstos se deriven.

Burton abreva en muchos de los tratados de su época y en la literatura griega y latina para sugerir, en cada caso, paliativos y curas para socorrer a los pacientes, y que son tanto del orden de lo medicinal como de lo afectivo. Entre los diversos focos de atención de la obra burtoniana, aparece la comida: una mala dieta puede ser causante del mal melancólico así como la justa elección de los alimentos lleva a la cura de la enfermedad. “El venado es melancólico y produce mala sangre” –advierte- y entre las aves “están prohibidos los pavos, los pichones y todas las aves pantanosas”. Por otra parte, las raíces son flatulentas y malas y hay que evitar las legumbres, pues “engendran sangre negra y espesa”, tampoco son buenos los vinos densos y fuertes o el pan “muy cocido, crujiente” y aún menos la “leche y todo lo que procede de ella” [218-225]. Queda, en verdad, muy poco entre lo que elegir: carnes magras, lechugas e hierbas, pan blanco, frutas dulces, vino blanco y seco, y mucha moderación.

George_Cheyne

La dieta también fue uno de los ejes principales en la cura del mal cien años después, cuando la reflexión sobre la melancolía es puesta en el centro del debate de la Inglaterra dieciochesca, esta vez de la mano de un médico, Georges Cheyne. Era de origen escocés y se había instalado en Londres en 1701. Se hizo célebre, entre otras cosas, por escribir otra obra de la tradición de los estudios sobre la melancolía, The English Malady (1733). Cheyne era un hombre prominente en más de un sentido, de acuerdo con Richard Mead, colega y amigo del doctor, era:

un escocés con una espalda inmensa y amplia, que aspiraba tabaco sin cesar de una caja de oro macizo, costumbre que a menudo ponía a la vista de todos sus gruesos nudillos. Era un perfecto Falstaff, pues no sólo era un buen hombre gordo y corpulento, sino que era casi tan ingenioso como aquel caballero, y su humor se intensificaba por el acento del norte, era sumamente alegre. De hecho, él era el más excelente ingenio de su tiempo, una cualidad que a menudo utilizó para repeler las burlas que generaba su extraordinaria apariencia personal[2].

Cheyne consiguió de inmediato la membresía de la Royal Society y participó, desde los inicios de su estadía londinense y en forma muy activa, en los debates científicos del momento; apoyó con entusiasmos los estudios de Newton que llevarían, entre otras cosas, a una nueva conceptualización del cuerpo humano, en lo referente a los movimientos y a la circulación de los fluidos corporales.

La práctica de Cheyne fue ejemplar de la relación entre médicos y pacientes a principios del siglo XVIII, que se establecía también a través de un intercambio profuso de consultas epistolares, las que han dejado un registro preciso de cómo se instrumentaban los tratamientos en la época. La obra de Wayne Wild, Medicine-by-post: The Changing Voice of Illness in Eighteenth-century British Consultation Letters and Literature (Rodopi, 2006) brinda, al respecto, un panorama completo y esclarecedor. El autor dedica todo un capítulo al médico escocés, “George Cheyne: a Very Public Private Doctor”, que desde el título alude precisamente al ejercicio privado de la medicina y de su relación con la posibilidad por parte del médico de darse a conocer en el medio social; en el capítulo se hace un análisis de la buena recepción de la producción científica de Cheyne, por la que adquiere una celebridad que hace que su clientela se multiplique en muy corto plazo, hecho que también incide en el incremento de la correspondencia mantenida con los pacientes. Fue médico y amigo de Samuel Richardson, Alexander Pope, Samuel Johnson, David Hume y de muchos personajes públicos encumbrados. Wild comenta que el éxito que Cheyne tenía en la práctica privada no estaba disociado del hecho de que era “un virtuoso en el uso de los canales informales de las cartas, las comunicaciones personales y el boca a boca que promovían su autoridad y otorgaban confianza en que sus conocimientos –y experiencia personal como médico y como inválido- estaban enteramente dedicados al bienestar de los pacientes” (114). A diferencia de lo que sucedía con Robert Burton, la prosa de Cheyne –si bien evidencia siempre un interés por las dimensiones afectivas de la vida en sociedad– posee la contención y precisión que responden ya a esos requisitos dieciochescos que vinculaban verdad con claridad explicativa.

El comentario hecho por Mead y citado más arriba acerca de la silueta de Cheyne nos habla de lo voluminoso que era: durante su estancia en Londres llegó a pesar unos 204 kilos, y este fue en parte del precio que tuvo que pagar por ser popular y amante del placer derivado de las reuniones y la conversación que lo hacía un asiduo visitante de los café, los salones y las tabernas. Los tratamientos a los que se sometió para combatir su obesidad y otras enfermedades derivadas del sobrepeso –la depresión severa, entre ellas– tienen un peso relevante en los consejos para combatir la hipocondría, que es el nombre que adquiere la melancolía en el siglo XVIII, también por la vinculación entre salud y desmesura, en una visión puritana de los excesos y la enfermedad.

La ilustración muestra un café londinense, en 1668.
La ilustración muestra un café londinense, en 1668.

Como Robert Burton, Cheyne era un hombre profundamente religioso, por lo que la dimensión espiritual nunca está disociada de sus valoraciones en torno a la salud del cuerpo y, si bien sigue la concepción del cuerpo newtoniano, en cuanto a la relación mecánica entre las partes, nunca abandona la jerarquía platónica entre espíritu y materia. En Philosophical Principles of Religion, Natural and Revealed (1705 y1715) analiza los controvertidos vínculos entre Dios, mente, espíritu y materia que son inseparables de su concepción de la medicina; en la obra elabora un complejo modelo de ser racional con tres niveles de conciencia (sentidos, alma racional, espíritu supremo), que logra la perfección en la imitatio Christi y Su voluntad de reunión con Dios. Por supuesto, el desvío acarrea siempre corrupción y depravación. Una de las causas del desarreglo melancólico que sugiere Cheyne se vincula con las causas materiales de la propensión a dejarse tentar por la abundancia. En ese sentido, vemos cómo la visión generalizada de Burton en la que la opulencia causa desigualdad y deterioro, se focaliza en Cheyne en una noción moderna en la que la ciudad de Londres, en tanto metrópolis y centro del comercio es la nueva babilonia en la que los habitantes pierden la cordura y la mesura: “a partir de que se han incrementado nuestras riquezas y de que nuestra navegación se ha extendido, hemos saqueado al mundo entero y así reunimos todos los materiales existentes para el desenfreno, el lujo y dar rienda suelta a los excesos” (49)[3].

En 1718 Cheyne se muda a la ciudad de Bath que para ese entonces se había transformado en un atractivo centro de esparcimiento para la alta burguesía: no estaba muy lejos de Londres y ofrecía un entorno a la moda donde transcurrir los días de ocio y establecer relaciones entre pares. En su Description of Bath (1749), John Wood describe así la rutina diaria en la ciudad “a las diversiones de los baños le sigue una ida a la Pump House para beber las aguas, y ahí los intervalos entre las ingestas se hacen amenos tanto por las armonía que provienen de una pequeña banda de música que por la conversación entre gente alegre y saludable”. Bath es un ejemplo del nuevo interés de la sociedad acomodada por los cuidados del cuerpo: los londinense iban al complejo termal para beneficiarse de las aguas y los baños y para consultar con médicos reconocidos, así que “tanto pacientes como médicos siguieron las nuevas estaciones sociales: el verano en el campo o en los balnearios, el invierno en Londres” (Guerrini: 94).

En este contexto, Cheyne pudo establecerse en la ciudad también gracias a los contactos que había logrado en la capital. Escribe Essay of Health and Long Life  (1724) y Essay Concerning the Nature of Aliments (1731), mientras persevera en su lucha contra la obesidad. Percibe a su cuerpo como una monstruosidad que representaba la oscuridad de su alma. Finalmente, se restringe únicamente a leche y vegetales y logra una pérdida de peso sustancial que asocia a la vez un estado de purificación y salud. Le escribe a Richardson: “deshacerse de la vieja masa dañada, representa el arrepentimiento, la abnegación; evitar las ocasiones para la sensualidad y el pecado, es arrojar al hombre que era con todas sus obras de oscuridad”.

The English Malady (1733) recoge su experiencia personal y clínica, Cheyne incluye en la obra gran cantidad de casos que analiza y clasifica y le permiten distinguir tres categorías: “El desorden menos serio está alojado principalmente en el tubo digestivo y puede curarse a través de una dieta apropiada y evacuaciones. El segundo tipo de la enfermedad es más seria, se extiende aa los ‘jugos’ y órganos, y requiere una dieta estricta y medicamentos enérgicos. La tercera categoría es ‘casi incurable’ porque el cuerpo está dañado de manera casi irreparable y sólo pueden ayudar una estricta medicación y una dieta rigurosa de vegetales y leche” (Guerrini: 150). En el primer grupo encontramos mayormente a mujeres, espíritus débiles y conductas histéricas. Entre los segundos abundan los varones, aquejados de abatimiento, nerviosismo, hipocondría, convulsiones y paroxismo. Finalmente, en el tercer grupo tantas mujeres como hombres, que pueden padecer dolores causados por tumores en el pecho o artritis: la abstinencia y la purificación del cuerpo tanto en esta última categoría como en las demás irá pareja de una evolución espiritual liberadora que aleja melancolía, temores y terrores que crucifican al paciente a través del sufrimiento.

Anita Guerrini comenta que la popularidad de Cheyne no estaba desligada del componente espiritual de la cura y sugiere que “las clases gobernantes probablemente no confiaban demasiado ni en la secularización ni en un anglicanismo suavizado (…) se sentían culpables, y Cheyne, teólogo y médico, los absolvía”.

Samuel_Richardson_by_Mason_ChamberlinCARTAS DEL DR. CHEYNE A SAMUEL RICHARDSON

Bath, 12 de enero 1740

Estimado señor:

Su presente queja, que usted describe con tanta precisión, se debe enteramente a nervios causados por las flatulencias… esto no acarrea ninguna consecuencia  peligrosa. Si le llegara a producir terror o confusión o falta de atención a los negocios, el único alivio lo conseguirá tomando una o dos cucharada de té de tintura de asafétida en agua peonía, bébala en cualquier momento como infusión en frío en un vaso de agua con menta piperita. Esto hará que usted libere los gases en abundancia y se sienta aliviado. Me preguntaba si no se habría conseguido usted un chamber horse[4], elemento universalmente conocido y utilizado ahora en Londres en las casas de los profesionales. Es, sin lugar a dudas, admirable y posee todos los buenos y beneficiosos efectos del trote a caballo, excepto el aire fresco (…) se puede comprar por un par de libras y es más necesario que una cama o una cuna para los niños o las personas mayores. Sobre él, usted podrá hacer dictados, administrar sus asuntos o leer; incluso cabalgar de a dos es más ameno que hacerlo solo. Yo he encontrado en él un gran beneficio. Deseo que usted comience los baños fríos de inmediato, limpian tanto como astringen. Su dieta es bastante buena, de las moderadamente saludables y, aunque puede traerle algún trastorno, no derivará en desajustes mortales.

Su sincero, afectuoso y agradecido servidor, George Cheney

Asegúrese de tomar un whisky o píldoras de goma arábiga una o dos veces por semana.

chamber horse
chamber horse

[1] BURTON, Robert. [1621(2003)]. Anatomía de la melancolía. Madrid: Asociación española de Neuropsiquiatría; todas las citas de la obra pertenecen a esta edición.

[2] The London Medical Gazette: 1827/1828[2], Vol. 1, p. 537, en http://books.google.com.ar/books?id=YX2gAoauSfkC&dq , consultado el 14-03-2014.

[3] Cheyne, G. (1733) The English Malady. London: Strahan and Leake. (La relación entre la ciudad y el relajamiento de las costumbres –con la consiguiente caída en el vicio y en el pecado– es de larga data, particularmente la visión puritana del comercio portuario londinenses como origen de la perdición había sido sugerida ya por William Harrison en su Descripción de la Inglaterra isabelina de 1587.

[4] Era una  silla con fuelles, precursora de las máquinas para hacer ejercicio. Cheyne solía ser un entusiasta de los resultados que podían conseguirse con ella y la recomendaba asiduamente a los pacientes hipocondríacos.

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