El conde Drácula y la transgresión anti-victoriana

por Noelia Fernández

dracula-novel-coverRosemary Jackson afirma que la clásica novela de Bram Stoker, Drácula,  “se ocupa del deseo y el desdén por las energías transgresivas”[1]. En este sentido, el texto se puede entender como una expresión literaria de los temores victorianos y de todo aquello que el sistema social de la época creía necesario reprimir y expulsar para conservar su hegemonía.

En primer lugar, el modo fantástico implica la suspensión –momentánea, al menos- de las leyes que gobiernan nuestro mundo y nuestra cotidianeidad. La ficción gótica plantea una transgresión que cuestiona los paradigmas de la naturaleza y de la vida cotidiana, aunque en sus desenlaces los restituye, en todo o en parte.

En la novela de Stoker, específicamente, el personaje de Drácula es una figura que subvierte el sistema de valores victorianos. Como bien dice Jackson, el vampiro es una representación simbólica del erotismo: el acto mismo de la vampirización y también su antídoto a través del uso de la estaca evocan el acto sexual de manera evidente. Entonces, en primer lugar, el vampiro representa el mal porque pone en jaque la represión del deseo, específicamente del deseo sexual; una de las preocupaciones fundamentales de la moral victoriana.[2]

En esta sexualidad especialmente acentuada del conde, que se coloca fuera de los cánones victorianos, también encontramos un momento de presunta homosexualidad posterior al momento en que Jonathan se encuentra con las tres mujeres vampiros.[3]

De este modo, Drácula pone en peligro el orden social y familiar,  no sólo a través de su homosexualidad, sino en el desafío a la monogamia como valor de la burguesía occidental. Se podría decir que a través de estos aspectos de su sexualidad, el personaje lleva, de algún modo, al extremo esa libertad frente a la represión y encarna todo aquello que la hegemonía victoriana condenaba en términos morales y sociales.

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Otro aspecto que interesa para abordar la novela es que hacia la segunda mitad del siglo XIX victoriano existía, también, una preocupación por preservar los límites entre los opuestos, esto es, eliminar ambigüedades entre lo masculino y lo femenino, lo natural y lo antinatural, lo humano y lo no humano. Esto se relaciona con la inquietud de conservar y reafirmar la propia identidad respecto del otro, precisamente en un momento de plena expansión del Imperio en el cual esa necesidad de redefinir o ratificar la propia identidad nacional se profundiza. Por otra parte, en cuanto a las ambigüedades, el darwinismo también implicaba un borramiento de límites entre lo humano y lo animal.[4]

Por ende, Drácula constituye una amenaza ya que pone en peligro ese deseable principio de identidad y definición al ocupar el límite entre la vida y la muerte y no tener una forma definida, puesto que el Conde puede convertirse en cualquier animal. En sí, Drácula desafía a la naturaleza: no se refleja en el espejo, no come nunca, etc. Pero además de ser una criatura contra natura es, al mismo tiempo y, paradójicamente, el único que puede dominar a la naturaleza, no sólo en su capacidad de tomar la forma que quiera sino en la de controlar a los animales.[5] Pero que un ser antinatural, precisamente, pueda lograr ese sometimiento de la naturaleza es inadmisible para la sociedad que Stoker retrata, testigo de  avances científicos que exponen un interés por conseguir ese mismo dominio, en cierto modo.[6] Por eso esa contradicción, ese ser antinatural con capacidad para someter a la naturaleza debe ser expulsado inmediatamente del mundo. En Drácula, el encargado de esa misión no será otro que, por supuesto, un hombre de ciencia como Van Helsing, en lo que podría interpretarse, así, como una suerte de lucha entre el conde Drácula y el científico por ese dominio de lo natural.

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Por otro lado, para la mentalidad victoriana la separación entre masculino y femenino era crucial pues delimitaba los roles sociales. Desde la medicina se hacía especial hincapié en las diferencias físicas absolutas entre hombres y mujeres que explicaban las limitaciones de ellas y que las habilitaban  para tareas específicas mientras les vedaban otras dentro de la sociedad.[7] En la segunda mitad de la novela los personajes masculinos reclaman la necesidad de mantener a Mina fuera de los trabajos que ellos hacen para atrapar a Drácula, se insiste en que no es un ámbito apropiado para una mujer y tratan de excluirla, también, de las conversaciones al respecto.[8] La separación absoluta de roles, unida indisolublemente al mandato masculino que relegaba a la mujer al lugar de esposa, madre y depositaria de la virtud familiar está muy presente en el texto. La misión de la mujer en el ámbito familiar era mantener al hombre alejado del mal, de la tentación y del deseo. En este sentido podemos ver que, de hecho, en la relación que mantienen Jonathan y Mina el deseo sexual está deliberadamente ausente; no hay ninguna alusión a su sexualidad, como si fuese un aspecto que está por fuera del matrimonio. Y precisamente el único momento en que ambos tienen encuentros con vampiros (que en el libro son presentados como experiencias eróticas) es cuando están solos y separados: Jonathan en el castillo de Drácula al encontrarse con las tres mujeres vampiros y Mina, a quien el Conde logra acercarse cuando todos los hombres, demasiado ocupados en intentar atraparlo, la dejan sola.[9]

Pero Drácula no sólo representa lo otro en términos de la moral sexual sino también por su condición de extranjero que proviene de una cultura católica (opuesta al protestantismo anglosajón), profundamente supersticiosa y, en este sentido, tradicionalista, enfrentada a la modernización de Londres, a la industrialización y al racionalismo que representa Gran Bretaña en ese momento. Transilvania es descrita como un lugar exótico y culturalmente muy diferente de Inglaterra.[10]

Volviendo a las características mencionadas en relación con Mina, Lucy representaría, en cierto modo, su doble monstruoso. En primer lugar, la sexualidad de Lucy, mucho más presente (contrariamente a Mina),  es también descontrolada, como ocurre con el propio Drácula. En la carta que le escribe a Mina fechada el 24 de mayo, no sólo se alegra de haber recibido tres propuestas matrimoniales en un día sino que se lamenta de no poder aceptarlas todas.[11] Así, Lucy es, en términos sociales, tan marginal como Drácula, y mucho más receptiva a la seducción del vampiro. Por supuesto, cuando la joven sea sacrificada –no sólo en función de su propia paz espiritual sino por el bien de la comunidad- la única mano encargada de empuñar la estaca (acto que evoca el coito) tendrá que ser la de Arthur, su prometido. Este mandato sería una forma simbólica de sellar la unión monogámica con Lucy;  la única manera de restaurar un orden hegemónico en el que Arthur sea el único que pueda poseer y disponer de ese cuerpo de la mujer.

De este modo, los elementos subversivos en la novela –representados por Drácula y Lucy, principalmente- deben ser expulsados en el final feliz para que se restituya la hegemonía y se restaure el orden social tradicional que se vio amenazado durante todo el texto.

Bibliografía

CONDE, Ana. “Cave canem. Estudio sobre una deriva conceptual: del monstruo al Otro a través de la literatura” en A Parte Rei. Revista de Filosofía número 34, disponible en http://serbal.pntic.mec.es/~cmunoz11/page44.html

JACKSON, Rosemary. Fantasy: Literatura y subversión. Buenos Aires, Catálogos, 1986.

SPENCER, Kathleen. “Purity and danger: Drácula, the urban gothic, and the late Victorian degeneracy crisis” en Jstor:Elh, Vol 59m No. 1, 1992, The Johns Hopkins University Press, pp. 197-225.

STOKER, Bram. Drácula. La Plata: Terramar, 2004.


[1] Cfr Fantasy: Literatura y subversión, p. 119.

[2] Ibidem 121.

[3] Con un movimiento feroz de su brazo, [Drácula] arrojó a la mujer lejos de sí, e hizo retroceder a las otras como si las empujase (…) Exclamó:

¿Cómo os atrevéis a tocarlo ninguna de vosotras? ¿Cómo os atrevéis a poner los ojos en él cuando lo tengo prohibido? ¡Atrás! ¡Este hombre me pertenece! ¡Cuidado con meteros con él, porque os las veréis conmigo!

La joven rubia, con una risa de obscena coquetería, se revolvió para contestarle:

-¡Tú nunca has amado, tú nunca amas!

[…]

Entonces el Conde, tras observar mi rostro con atención, se volvió y dijo en un bajo susurro:

-Sí, yo también puedo amar; vosotras mismas pudisteis comprobarlo en otro tiempo (…) Os prometo que cuando haya terminado con él, lo besaréis cuanto queráis (Stoker, 2004, p.46-7).

[4] Cfr Spencer (1992), p. 203-4.

[5] Así describe Van Helsing a Drácula: (…) Puede mandar sobre los elementos, como la tempestad, la niebla o el trueno; ejerce poder sobre todos los seres inferiores: las ratas, los búhos, los murciélagos, las mariposas nocturnas, los zorros, los lobos,  y es capaz de aumentar su volumen, disminuirlo, y hasta de desvanecerse (p. 238-9).

[6] La reiteración de esta problemática científica en la literatura –sobre todo, fantástica- del período  no es azarosa: El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde y Frankenstein son emblemáticos en este sentido.

[7] Cfr Spencer, Op. Cit. P. 205.

[8] Me alegra mucho que haya consentido en abstenerse y dejar que los hombres hagamos el trabajo. (Diario de Jonathan Harker, 1 de octubre, p. 249). Más adelante insiste: Agradezco sinceramente  que la aparten de todo el trabajo futuro, e incluso de nuestras deliberaciones. Es una tensión excesiva para una mujer (…) En adelante, nuestra misión debe ser un libro cerrado para ella. (Ibíd. p. 255)

[9] Yo estaba quieto, mirando con los ojos entornados, en una agonía de deliciosa expectación. La Joven rubia se acercó y se inclinó sobre mí hasta el punto de que noté la agitación de su aliento. En un sentido, era dulce como la miel (…) La joven rubia se arrodilló y se inclinó sobre mí, regodeándose manifiestamente. Mostraba una deliberada voluptuosidad (…) y al curvar el cuello, se lamió los labios como un animal, de forma que pude ver a la luz de la luna la reluciente humedad de su boca escarlata, y los blancos y afilados dientes sobre la lengua roja al relamerse. Bajó más la cabeza, hasta que sus labios descendieron por debajo de mi barbilla, como a punto de pegarse a mi garganta. Entonces se detuvo, y pude oír la impaciente agitación de su lengua al lamerse los dientes y los labios, y noté su aliento cálido sobre el cuello. Empezó a hormiguearme la garganta, como cuando la mano que va a hacernos cosquillas se acerca más y más. Entonces me llegó el contacto blando y estremecedor de los labios sobre la piel hipersensible del cuello (…) Cerré los ojos con extática languidez, y esperé…; esperé con el corazón palpitándome con violencia. (Ibíd, Diario de Jonathan Harker, 12 de mayo, p. 46).

[10] En uno de sus encuentros con los lugareños que viven cerca del castillo de Drácula, Jonathan recibe un crucifijo y recuerda: Yo no sabía qué hacer, pues como miembro de la Iglesia anglicana, me han enseñado a considerar idolátricas estas cosas (p. 14). Incluso, el propio Conde le marca las diferencias culturales entre Transilvania e Inglaterra: (…) Transilvania no es Inglaterra. Nuestras costumbres no son las de ustedes, de modo que habrá muchas cosas que le resultarán extrañas. (p. 29). Estas diferencias culturales –que se corporizan en la figura demoníaca de Drácula y su castillo sublime- se vuelven insoportables para Jonathan: ¡(…) Regresaré a mi país! ¡Tomaré el tren más rápido y el más próximo!; ¡huiré de este sitio infernal, de esta tierra maldita, donde el demonio y sus hijos aún andan con pies terrenales! (p. 60).   

[11] Op. Cit. p. 63.

Autor: literatura inglesa

Cátedra de Literatura inglesa de la Universidad de Buenos Aires. Publicación de artículos, notas y trabajos monográficos de profesores y alumnos y de información de interés inherente a la materia.

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